domingo, 4 de noviembre de 2012

EL ARCA DE LA MEMORIA III. EL OFICIO DE CABRERO


  Podríamos decir que es uno de los oficios más antiguos del Mundo y, ciertamente, cuando hace miles de años el ser humano comenzó a transformar su medio ambiente en beneficio propio, en beneficio de su estómago, inventó la ganadería. Mucho más tarde llegaría la agricultura. Muchos investigadores han esgrimido que la relación que los prehistóricos grupos de cazadores-recolectores tenían con su medio físico les permitió conocer muy bien a las comunidades de herbívoros que cazaban para alimentarse. Por ello no es aventurado pensar que con el tiempo podían haber capturado piezas vivas de menor tamaño a las que criaron y fueron domesticando, formando así los primeros rebaños y naciendo los primeros ganaderos.




Pintura rupestre en Argelia que representa a un ganadero con su ganadao hacia el V-IV milenio antes de Cristo.


   La domesticación les permitió un mejor aprovechamiento de los animales. Por lo pronto no había que salir al monte a cazarlos y se podía disponer de carne fresca y pieles durante todo el año. A esos dos aprovechamientos muy tempranamente sumaron otro: el de la leche, ordeñada para ser bebida o procesada, transformada en queso.

   En nuestra tierra, incluida dentro de la Sierra de las Nieves que a su vez se inserta en la agreste cordillera Penibética, se ha dado siempre buenas condiciones para el desarrollo de la ganadería, especialmente la caprina, desde hace miles de años. Se trata de una tradición antiquísima que ha dejado su huella arqueológica indirecta en la aparición, por ejemplo, de restos de queseras prehistóricas, o sea, primitivos recipientes de barro cocido donde se elaboraba el queso. Pero también en la toponimia ha quedado huella de la vocación ganadera de nuestras sierras y las sierras colindantes, así, por ejemplo, los musulmanes ya denominaban las zonas serranas del entorno rondeño con el significativo apelativo de Gebal-al-Suf , que significa Montes de la Lana. Más pruebas de esa vinculación ancestral encontramos en nuestros paisajes de la mano de numerosos corrales abandonados y covachas aprovechadas como redil y refugio ganadero.



Quesera prehistórica de época Neolítica hallada en la Cueva de la Pileta, en la Serranía de Ronda.




Corral de cabras en el interior de Cueva Santa, en Monda.


   Pero una huella mucho más profunda conservamos en nuestra gastronomía, porque el rico y fresco queso de cabra sigue formando parte de nuestra alimentación.


   El oficio de ganadero, ya sea cabrero o pastor, ha sido uno de los más duros y sacrificados de nuestras tierras dado que ha requerido de una dedicación exclusiva a lo largo de duras jornadas de trabajo de sol a sol, con o sin lluvia y durante todos los días del año.



Fernando el "Cabrero" con su rebaño por Alpujata.


   Normalmente los cabreros solían pasar el invierno junto a sus rebaños en los valles y zonas bajas y en verano se encaminaban a las zonas altas de la Sierra u otros lugares más alejados, para aprovechar los pastos tardíos y frescos que allí se daban, llevando a cabo una trashumancia de corto recorrido. La única compaña de estos hombres, aparte de su ganado, era la de unos inteligentes perros que les ayudaban en sus tareas ganaderas. Otra de sus herramientas fundamentales era la honda, con la que se ayudaba a dirigir el ganado e incluso espantar otros animales.



Miguel Palacios con sus cabras junto al Alcazarín.

   El largo tiempo que permanecían en el campo y el recorrer numerosos parajes hacía que conocieran profundamente las sierras con sus cañadas, coladas y veredas, que han sido utilizadas desde tiempo inmemorial. Y dado el desempeño de su trabajo en pleno contacto con la naturaleza, han sido unos sabios conocedores de los efectos medicinales, terapéuticos y curativos de un gran número de plantas.

   Es frecuente ver en zonas más serranas los restos de algunos corralillos que servían para guardar el ganado. Estos rediles se construían con piedras del lugar trabadas a hueso, sin mediar argamasa alguna, y se coronaban con haces de espinosas aulagas y hérguenes para impedir que el ganado pudiera salir. La humilde choza del cabrero, cuando la había, solía estar al lado y se componía de un zócalo en piedra dibujando una forma circular o cuadrangular con una cubierta formada por ramajes. No obstante cualquier sitio podía servir de refugio al ganado y sus pastores, como las cuevas, muy abundantes en este territorio. Hoy día estas huellas de nuestro pasado reciente se encuentran abandonadas, olvidadas, devoradas por la maleza o destruidas por los agentes meteorológicos.



Corral en el Lagar de Bartolón, en Monda.


   Los principales aprovechamientos de sus animales han sido la leche, el queso, la carne y la piel. Con la leche fresca las mujeres de los cabreros (o ellos mismos, si era preciso) hacían el queso. Éste se preparaba añadiéndole a la leche un fragmento de cuajo (parte del estómago del animal) que hacía que se fuese cuajando a la vez que se iba desprendiendo el suero lácteo. La masa resultante, blanca, espesa y grumosa, era envuelta en pleitas de esparto tras lo que se colocaba sobre el entremijo, una tabla alargada con una serie de estudiadas ranuras cuidadosamente operadas en su superficie formando geométricos dibujos, cuyo objeto era que el suero lácteo residual acabara de escurrir, quedando el delicioso producto final con la imagen impresa de las estrías por las caras redondas y del esparto por todo su contorno.







Elaboración artesanal del queso por Catalina González,
heredera de una larga tradición de cabreros.

   No olvidemos también que muy ligada a la ganadería se encontraba la elaboración de miera, sustancia que se obtenía del enebro, un arbusto que se extiende por todo el Mediterráneo y forma parte de nuestros bosques. Antaño su fruto, la enebrina, fue empleada para aromatizar la ginebra, pero sus cepas recibían otro aprovechamiento: se troceaban y se cocían en un horno, de lo que resultaba la miera, un líquido que se empleaba para curar las enfermedades del ganado.



Enebro.


Dibujo en sección de un horno de miera.

   Por suerte, una vez más podemos contar de viva voz la experiencia de un cabrero mondeño de la mano de nuestro vecino José Marín Moreno, Pepe Marín, al que el Mundo vio nacer allá por los años treinta del pasado siglo. Su voz un tanto rasgada por el trasiego de los años, es el vehículo a través del cual nos regala su memoria mientras elabora con humilde habilidad una honda en la albarrada de su casa, presumiendo con orgullo de que su nieto José continúe el oficio que le enseñó su padre, Diego, y que éste aprendió del suyo. Se dice pronto, cinco generaciones de cabreros en una misma familia, más de un siglo de tradición ganadera familiar que ha pastoreado ya por tres centurias.



Pepe Marín.



José, el nieto de Pepe.


   La infancia de Pepe Marín fue muy dura por la época en que le tocó vivir, como la de muchos españoles que padecieron la Guerra Civil y su postguerra, el “Tiempo de la Jambre”. Ni siquiera tuvo oportunidad de ir al colegio: “No sé leer ni escribir porque los tres hermanos varones que habemos habido, los tres varones, nada más que (trabajando) con las cabras. No hemos ido al colegio nunca, nunca, nunca”. Desde muy niño tuvo que trabajar para contribuir a la economía familiar que se mantenía gracias a un rebaño de cabras y donde todos los miembros de la familia debían colaborar en diferentes tareas. Pepe rememora con cierta nostalgia los años duros de su juventud en unas interminables jornadas “desde por la mañana que nos íbamos a las seis o a las siete, hasta la noche a las nueve y las diez que veníamos. ¡Todo el día!”. Su familia se ganaba la vida comerciando con la leche, el queso y la carne de las cabras, pero además su madre realizaba otras tareas, como hacer seretes de palma para envasar los higos secos.



Pastando cerca de Moratán.

   Recuerda de forma prístina los cuarenta veranos o más que pasó en Teba con su ganado en busca de los rastrojos. “Yo me he tirado unos cuarenta veranos en Teba, con mi padre. Con las cabras en el verano por los rastrojos de Teba. El verano allá, como aquello era tierra de campiña la sembraban cuando llovía y nosotros, cuando llovía, para acá, para el Huerto de la Mona”. Fueron incontables las noches que hubo de pasar al raso, bajo el manto frío de la noche en ocasiones asaeteado por miles de luminosas estrellas, en ocasiones bañado por la luz de una luna argéntea… pero incluso para esos momentos siempre encontraba acomodo ya que “con una chapulinilla (azada) hacía un hoyito, cogía rastrojos y lo trillaba, lo pataleaba y ya está ¡Estaba maravilloso allí!” De esta sencilla forma José y tantos como él, se hacían una pasajera y socorrida yacija.



Los campos de Teba desde el castillo de la Estrella.


   Cuenta con alegría infantil cómo con su padre y con sus cabras tomaba el camino a Ronda, a la feria de ganado, atravesando la Sierra casi de cabo a rabo. “Cogíamos por Moratán (Monda) pom, pom, pom hasta llegar al Puerto del Alcornoque. Abajábamos para abajo a Río Verde y subíamos allí una cuestecita arriba e íbamos a parar a unas cuevas, las cuevas del Moro, que me parece a mí que le decían. Y entrábamos más arriba por el nacimiento de Río Verde, subíamos la cuesta la Laja arriba por el cortijo de las Navas. Transponíamos para atrás por el cortijo Blanco y de momento ya estaba en Ronda. Echábamos día y medio o dos días. ¡Lo que yo he andado. Lo que estos pies han andado!”.



Las cuevas del Moro, en Tolox.



Cartel de la Feria del Ganado de Ronda.

   Como todos los cabreros Pepe ha sido y es un buen artesano del esparto y nunca ha dejado de trabajarlo. En el pasado elaboraba las herramientas propias de su trabajo como las típicas alpargatas o las precisas hondas. Pero además de las fibras vegetales también ha trabajado el cuero de sus animales para elaborar sus zurrones, tarea bastante hacendosa que no ha abandonado y que ahora disfrutan sus nietas.



Pepe haciendo una honda.



Una de las alpargatas que elabora Pepe.

   Finalmente recuerda con bastante prudencia cómo el haber andado por tantas sierras y tantos campos le hacía coincidir en algunas ocasiones, allá por los años cuarenta, con estraperlistas y algunas partidas de maquis o fugitivos, llegando a conocer en persona al mismo Diairo. Estos hombres huyeron al monte durante o después de la Guerra Civil por ser contrarios a los golpistas, primero, y a la Dictadura, después, ante el miedo justificado a ser encarcelados o fusilados. Aguantaron varios años en las sierras con las vanas esperanzas de luchar contra un régimen impuesto por la fuerza intentando socavarlo de alguna manera, pero su actividad “delictiva” les fue restando apoyos y la Guardia Civil los fue cercando cada vez más gracias, en algunos casos, a delaciones. Finalmente acabaron desapareciendo de las sierras, pero los más mayores todavía los recuerdan y bajan la voz cuando mencionan sus nombres.



Manuel Granados Domínguez, el "Dios", uno de los fugitivos que
andaron por las sierras de nuestro entorno.

   Pepe cuenta que en el pasado eran muchos los cabreros de Monda y de toda la Sierra y contornos que, con el paso del tiempo, poco a poco, fueron colgando sus hondas, sus zurrones y jubilando sus andarinas alpargatas. La estabulación de la cabaña ganadera, el desarrollo de una ganadería más “industrial” y más productiva con precios con los que no se podía competir en la que el ganado se cría en granjas y se alimenta de piensos, ha hecho que los milenarios cabreros y sus rebaños fueran desapareciendo poco a poco de nuestros paisajes, quedando ya tan sólo muy pocos.



Pepe Marín con su esposa María Cerván

   A mi pregunta de cuando se jubiló de cabrero, me respondió muy sorprendido y elevando rápidamente ambas manos, que él nunca ha dejado de serlo, que lo es todavía y lo será ya que aún tiene unas cuantas cabritas a las que cuidar.



Uno de los últimos cabreros.


Hasta la próxima.

©  Diego Javier Sánchez Guerra.