viernes, 31 de diciembre de 2010

EL ARCA DE LA MEMORIA II. EL MOLINERO

Buenas tardes a todos de nuevo.

Hoy vamos a tratar sobre uno de los cultivos más antiguos y de más trascendencia en nuestras tierras y en todo el ámbito mediterráneo: el olivo y, por supuesto, del trabajo de molinero.

El olivo es un árbol de hoja perenne pues la conserva todo el año a diferencia de otras especies que la mudan anualmente, como ocurre con los almendros. Es una especie bastante longeva y puede llegar a alcanzar una altura de hasta unos 15 m. Su copa es ancha, su tronco grueso y retorcido, muy robusto, y da una buena madera. Sus hojas son finas y alargadas y poseen un característico color verde oscuro. Su fruto es la aceituna, que presenta diversas variedades como la picuda, la manzanilla,… Su floración tiene lugar entre los primaverales meses desde Mayo a Julio, mientras la recogida de la aceituna se realiza entre los meses de Septiembre y Diciembre. 

La aceituna puede recogerse en el verdeo, cuando aún está verde, para ser aliñada y consumida entera, partida o sajada. El proceso es simple; se recoge manualmente en unos cestos o canastos sin darles golpes y luego se preparan siendo partidas (separando el hueso de la carne), siendo sajadas (practicándoseles varios cortes hasta el hueso) o, simplemente, enteras. Antes de ser aliñadas hay que quitarles el amargor, para ello deben reposar en recipientes de barro vidriado con agua que debe ser cambiada a diario para, tras unos diez días, introducirlas en agua con sal que se cambia cada dos o tres días. Tras ello las aceitunas ya están listas para su aderezo que se realiza añadiendo diferentes productos como el ajo machacado, el tomillo, el hinojo,…


Wies y Paqui Martín verdeando en la finca de la Casa Rural de Guájar.
(Foto: Diego Sánchez)
Pepe muestra a Wies como sajar aceitunas en la Casa Rural de Guájar.
(Foto: Diego Sánchez) 


Detalle del sajado de la aceituna.
(Foto: Diego Sánchez)


Wies partiendo aceitunas en la Casa Rural de Guájar.
(Foto: Diego Sánchez) 


  Productos para el aderezo de aceitunas.
(Foto: Diego Sánchez) 

En un segundo paso por el olivar se recogen las aceitunas que se han dejado madurar y no se han verdeado. Para ello se hacen caer con una vara o con una caña al suelo que, al verse cubierto por unos toldos facilita la recogida del fruto. Antiguamente no se empleaban toldos sino que se cogían a mano, actividad en la que participaba toda la familia con especial dedicación; hombres, mujeres y niños funcionaban como una pequeña “unidad de producción rural”.


Juan Sánchez vareando en un olivar de la Cañada del Castillo (Monda).
(Foto: Diego Sánchez)



 Recogiendo la aceituna en la Cañada del Castillo (Monda).
(Foto: Diego Sánchez)


No está del todo claro si su cultivo lo introdujeron los fenicios o los griegos en la Península Ibérica, lo que si es cierto es que antes de la llegada de estas culturas a nuestras tierras ya existía la variedad silvestre, el acebuche, especie que aparece de forma general en todo el ámbito mediterráneo. En la mitología cristiana aparece la primera referencia cuando a Noé, tras el Diluvio, le regresó una paloma que había enviado a buscar tierra firme; ésta volvió con una rama de olivo en el pico (convirtiéndose con el tiempo ese icono en símbolo de la paz). Era tal la importancia del olivo en el mundo griego que en las fuentes antiguas y en la mitología encontramos numerosas referencias a él: el semidios Hércules llevaba una maza de madera de olivo como arma y tras su muerte fue incinerado con ramas de este árbol; a los vencedores de los juegos olímpicos se les premiaba, entre otras cosas, con una corona hecha de ramas de olivo (en otros casos de laurel); según la tradición griega las mujeres que tenían dificultad para quedarse embarazadas se les recomendaba descansar bajo la sombra de los olivos porque se creía que este hecho potenciaba la fecundidad y les facilitaba el embarazo; en la Acrópolis de Atenas había un olivo sagrado que había regalado la diosa Atenas a los atenienses según la mitología;… 




Moneda griega del siglo V a. C. en la que aparece una lechuza con una ramita de olivo.


Muchas culturas antiguas tenían en el aceite un elemento de gran importancia simbólica. Lo utilizaban para embadurnar a las personas elegidas para ser monarcas o para desarrollar cargos públicos o de cierta responsabilidad. En tal sentido estas personas eran las “elegidas”. Nuestra cultura cristiana tiene dos acepciones que vienen al caso (entre otras muchas) para dirigirse al Hijo de Dios: el Mesías y Cristo. Ambos términos, uno en hebreo y otro en griego respectivamente, significan “ungido” por el aceite, por el óleo, en definitiva: el “elegido”. No olvidemos tampoco que Jesús fue recibido en Jerusalén con ramas de olivo –además de palma-, dada la importancia y la simbología de este cultivo.



Escena que recoge la unción de Jesús. 
(Foto:http://www.caminando-con-jesus.org/maestro/CAPITULOXLIII.htm)


Los romanos lo cultivaron y explotaron con profusión ya que debían cubrir una enorme demanda. Junto al olivo desarrollaron otros dos cultivos, el viñedo y el cereal; los tres forman la denominada trilogía mediterránea. Estos productos servían para alimentar y abastecer a la plebe de Roma –al pueblo llano, que tenía subvencionado ciertos productos- y a las legiones, acantonadas en regiones fronterizas tan lejanas del centro de poder romano como eran Germania (en la actual Alemania) o Britania (Gran Bretaña). La producción de aceite en Hispania en época romana llegó a adquirir dimensiones tan colosales que las vasijas en las que eran transportadas hasta Roma por mar se fueron tirando, una vez desembarcadas y vacío su contenido, en un mismo lugar formando una escombrera de casi cuarenta metros de altura denominado “Monte Testaccio” (derivado de la palabra tiesto, porque estaba compuesto por trozos de vasijas). En la actualidad este lugar reviste un gran interés para los estudiosos del pasado romano y del comercio entre Hispania y Roma.



Trapetum, molino movido por fuerza humana. Recreación de uno hallado en Pompeya.
(Foto:http://www.sabor-artesano.com/trapetum.htm)



Muela romana. Molino movido por tracción animal.
(Foto:http://www.sabor-artesano.com/muela-romana.htm)



 Itinerarios del aceite desde el Sur de Hispania.

 El Monte Testaccio, hecho enteramente de trozos de vasijas.



 Detalle de restos en una excavación arqueológica.


Los musulmanes trabajaron el olivo con denuedo. Eran muy importantes y productivos los olivares de la zona del Aljarafe sevillano, tanto que cuando esta zona fue conquistada por los castellanos los musulmanes del Reino de Granada se vieron en la obligación de importar grandes cantidades de aceite para abastecerse, ya que las producciones locales no bastaban para cubrir el mercado interno granadino. Los árabes fueron unos grandes trabajadores del olivo y nos han legado, entre otras cosas relacionadas con el mundo del aceite, muchos topónimos como az-zait, aceite, además de muchos otros como alcuza, almazara, alpechín,…

Además del impacto en la historia y en las culturas humanas, el olivo ha tenido un impacto en los diferentes territorios al ser modelador de distintos paisajes, merced a la mano del Hombre. De tal suerte que a lo largo del tiempo los olivares se han adaptado a las tierras andaluzas, desde los interminables y mansos mares de olivos de Jaén que reposan en llanuras y suaves lomas formando inacabables líneas, hasta los olivares más rebeldes de las zonas más abruptas como las Alpujarras, la Ajarquía o la Sierra de las Nieves (este último en proceso de transformación en ecológico), que trepan las faldas de los cerros y se encaraman in extremis a las laderas de las montañas gracias a los bancales y terrazas que los campesinos han realizado paciente y duramente a través de los siglos y de muchas hernias discales.



Un olivar de Jaén.


Un joven olivar en Monda.
(Foto: Diego Sánchez)

No sólo en nuestra mitología, en nuestra historia o en nuestros paisajes agrícolas reposa la herencia cultural del olivo. Esta cuestión va mucho más allá. Nuestra gastronomía mediterránea, tan rica y diversa gracias a las aportaciones de las distintas culturas que se han encontrado en nuestras tierras, tiene en el aceite su piedra angular, que forma parte de casi todos los platos que ingerimos.

Desde que la cultura del olivo llegó al solar hispánico, hace más de dos mil años, este árbol ha echado tan profundas y recias raíces en nuestra “piel de toro” que no nos ha abandonado a través de siglos y milenios. El resultado es que todo su acervo cultural e histórico, aunque no seamos conscientes, se manifiesta a diario en nuestras vidas cuando desayunamos nuestro pan regado con aceite y cuando ingerimos cualquier plato de nuestra gastronomía.

En nuestros desayunos no falta el aceite.
(Foto: Diego Sánchez)

Pero por encima de mitos, historias y personajes,… siempre nos olvidamos de quienes hacían posible el milagro, estoy hablando de los trabajadores y trabajadoras del campo que recolectaban la aceituna y la llevaban al molino, donde se le extraía el dorado y preciado aceite. De ellos no se olvidaron poetas del pueblo como García Lorca, Antonio Machado o Miguel Hernández, que en sus respectivas obras rinden su particular homenaje a los olivareros otorgándoles un merecido reconocimiento.

Pero, hablando del pueblo, de olivareros y de molinos, conozcamos de primera mano como era el trabajo en un molino antiguo, tradicional, como era el de Paco Macías o de Don Mateo, situado en la plaza de la Ermita, de manos de un vecino de Monda y doctor en la materia, Antonio Jiménez.

La infancia de Antonio fue dura, como la de mucha gente de su tiempo. Desde joven siempre se buscó la vida en diferentes oficios en los que trabajó esforzadamente, estuvo haciendo breña con su padre, o sea, carbón de jara, lentisco,…en Moratán; estuvo guardando ovejas y ya con más edad, haciendo carbón en algunos lugares de Sevilla. Pero durante unas treinta campañas estuvo trabajando como molinero en el molino de Paco Macías, en la mencionada plaza de la Ermita.

Nos comenta en su casa, frente a un plato de irresistibles roscos hechos por su esposa, María Gómez, que en Monda habían cinco molinos más además del ya mencionado de Paco Macías, a saber: el de Miguel Liñán, el de la Sociedad, el del Jorobado, el de Randero y el de Rasquiña.

El molino de Paco Macías era bastante grande. Tenía una nave donde se encontraba toda la maquinaria y un gran patio donde se encontraban las trojas, pequeños cubículos de obra que servían para depositar las aceitunas y que se encontraban numerados. Este molino integraba la torre de la antigua y olvidada Ermita de la Veracruz (de ahí el nombre de plaza de la Ermita), mientras que la nave de la misma fue aserradero y taller antes de ser derruida y construirse un edificio en su solar.

Aspecto de la Ermita a mediados del siglo XX. La torre ya pertenecía al molino y la nave era un aserradero (pueden verse los troncos apilados a la entrada).
(Foto: Colección Biblioteca Municipal de Monda)

Nos cuenta que el trabajo era muy duro, empezaba temprano, sobre las siete y media de la mañana para acabar entorno a las nueve de la noche. Aunque había campañas en las que muchas noches había que trabajar. El molino era eléctrico pero en tiempos muy anteriores era hecho funcionar por un caballo, era un molino “de sangre”, como generalmente se les conoce, y también con un motor de gas-oil.

El proceso era el siguiente, el agricultor llegaba al molino con las aceitunas y se le asignaba una troja para que en él fuese dejando las aceitunas hasta conformar una tarea, unos 650-700 kilos de aceitunas. Con esta cantidad era con lo que el molino molía. El molino de Paco Macías había más de cien tareas, como recuerda Antonio.


Patio de trojes del Molino de los Mizos, Casarabonela.
(Foto: Diego Sánchez)

De la troja se pasaban las aceitunas a una tolva que iba cebando el empiedro, donde se encontraban las piedras de moler. Mediante un motor eléctrico se movían éstas y, a través de un juego de poleas y correas, otros mecanismos del molino. Una vez molidas las aceitunas, del empiedro pasaba la masa a la batidora, que era un aparato cilíndrico donde se batía y calentaba ésta, ya que la batidora llevaba integrado un circuito cerrado por donde discurría el agua que se calentaba en una caldera muy próxima. Esta acción se realizaba con objeto de facilitar la extracción de aceite a la masa.

Empiedro del Molino de los Mizos, Casarabonela.
(Foto: Diego Sánchez)

La batidora tenía un pequeño grifo que se abría para llenar de masa caliente unos cubos de zinc, aquellos de los que en otros tiempos los niños recortaban el culo para hacerse un aro con el que jugar. Los cubos se volcaban en rondeles de esparto, primero y de fibra –más resistentes-, después, que se colocaban en la prensa, la cual tenía un vástago de metal –el guía cargo- por donde se “enhebraban” los rondeles. Una vez que se había gastado la masa comenzaba el proceso de prensado, que duraba entre una hora y media a dos horas. El jugo iba chorreando hasta el suelo donde era conducido a través de unos canales al pozuelo, que se encontraba en el suelo, donde se separaba el aceite del alpechín, líquido negruzco que contenía los residuos de la molienda, del que debían deshacerse. 



Prensa del Molino de los Mizos, Casarabonela.
(Foto: Diego Sánchez)

El aceite se dejaba reposar en unas vasijas, los aclaradores, y se recogía al día siguiente de la molienda.



Aclaradores del Molino de los Mizos, Casarabonela.
(Foto: Diego Sánchez)


Imagen de un molino de aceite movido por agua con todos sus componentes.
(Foto: http://www.sabor-artesano.com/imagen/molino-agua-aceite/molino-agua.jpg)

Otro residuo de la molienda era el orujo. La masa que había quedado en los rondeles y que, mediante los medios técnicos del molino ya no se le podía extraer más aceite. Antonio nos comenta que vendían el orujo a los tejares, para la cocción, y a otras empresas con maquinaria más potente que le extraía más aceite.

Al cosechero, el agricultor que traía las aceitunas para la molienda, se le cobraba la maquila. En un primer momento era en especie, una arroba de aceite (unos doce litros y medio) y más adelante en dinero.

Hoy día no funciona ninguno de los molinos tradicionales y de los que hemos señalado anteriormente, algunos ya han desaparecido. El de Paco Macías o de Don Mateo dejó de moler hace más de veinte años, pero el eco de su memoria nos lo ha revivido Antonio Jiménez. Un cuarto de siglo de hambre de aceitunas son muchos años para un molino y la inactividad lo está mermando más que el paso del tiempo. El patio de trojas está lleno de matas, la sala de molienda está afectada por las humedades y la soledad, perdiendo sostén su cubierta y hundiéndose muchas de sus tejas, con un empiedro enmudecido durante más de dos décadas. Es penoso el aspecto que presenta la torre de la ermita, que se encuentra desmochada, descabezada, despojada de su cubierta. Una ermita, recordémoslo, que se construyó con la aportación dineraria de los mondeños en el año 1720.



Lastimoso aspecto que presenta la torre de la antigua ermita.
(Foto: Diego Sánchez)

Esta entrada ha sido un poco larga. A quién haya llegado hasta aquí le agradezco el esfuerzo y la paciencia. Si alguien tiene interés de rememorar como eran los molinos de antaño o de enseñárselo a sus hijos para que vean como eran las máquinas y como era el trabajo en una almazara tradicional, les recomiendo tres lugares muy cercanos que visitar, aquí mismo, en la Sierra de las Nieves. Uno de ellos es Ojén, que conserva íntegramente un molino de aceite -anteriormente fue también de harina- cuya maquinaria se  mantiene intacta e incluso funciona perfectamente, sólo que ya no se emplea, como es comprensible. Es digno de visitar ya que allí las  dos técnicos de turismo, María y Karolina, organizan visitas guiadas a esta  almazara junto con degustaciones de aceite de oliva y otros productos locales. Igualmente ambas realizan rutas guiadas por este encalado y encantador municipio.




El Molino de Ojén.
(Foto: Diego Sánchez) 




Desayuno molinero que se ofrece en el Molino de Ojén.
(Foto: María y Karolina, Ayuntamiento de Ojén)


Más cerca de Monda el pueblo de Guaro también conserva un molino de aceite integrado en el Centro Cultural Al-Andalus y que también se encuentra abierto al público. Sandra y Aitor, los técnicos de turismo locales, enseñan tanto éste como la moderna almazara situada a las afueras realizando una ruta de interpretación etnográfica que incluye degustaciones y catas de aceite, amén de hacer rutas guiadas por el pueblo.



 El Molino Guaro en el Centro Cultural Al-Andalus.
(Foto: Diego Sánchez)




Aitor explica el Molino de Guaro a un grupo de turistas.
(Foto: Sandra y Aitor, Ayuntamiento de Guaro)



Pero el que recomiendo por lo entrañable que es, es el Molino de los Mizos, en Casarabonela. El mismo molinero, Alfonso Rubio, ya jubilado de esta labor, es el que enseña el molino y explica sus componentes desde la perspectiva de la vivencia propia y personal evocando y reviviendo el pasado, lo cual es una experiencia inenarrable. 


 Alfonso Rubio, del molino de los Mizos de Casarabonela, reposando sobre una de las trojas.
(Foto: Diego Sánchez)


Interior del molino de los Mizos.
(Foto: Diego Sánchez)

Quisiera agradecer a Antonio Jiménez su tiempo, su buena predisposición y su atención y paciencia ante las cuestiones que le fui presentando durante la entrevista (¡y a María Gómez los sabrosísimos roscos)!. Hoy, gracias a él, conocemos y rememoramos un poco más de nuestra cultura, de nuestras tradiciones y de nuestra memoria.



Antonio y María posando tras al entrevista.
(Foto: Diego Sánchez)

Hasta la próxima entrada y buen comienzo de 2011.

© Diego Javier Sánchez Guerra