lunes, 23 de agosto de 2010

LOS MOLINOS "MORISCOS" DE ALPUJATA.

Hola a todos. Especialmente a Eduardo que en varias ocasiones me ha animado a tratar este tema.

Hoy vamos a hablar sobre los cada vez más olvidados molinos “moriscos” que hay en el paraje de Alpujata, sobre el origen  y el funcionamiento de esos bellos ingenios hidráulicos que hunden su origen en los oscuros siglos medievales e, incluso, hay quienes lo están buscando en la Antigüedad.

En la zona de Alpujata se encuentran, además de una extensa red de acequias y alberas que dan vida a sus primorosas huertas, tres molinos harineros que aprovechaban la fuerza motriz del agua para hacer girar y girar sus incansables piedras y, con ello, producir harina para elaborar pan que, como todos sabemos, es parte de la base de nuestra alimentación desde hace milenios.

 
Vista del paraje de Alpujata, del que ya se ha hablado anteriormente. Bajo unas sierras rojizas por        sus altos componentes de rocas férricas, se extiende el vergel de las huertas de Alpujata.
(Imagen Diego Sánchez).

Estos tres molinos entran dentro de la categoría de molinos de rodezno, ya que la rueda de madera que transmite el movimiento a las piedras molturadoras recibe ese nombre. Pero ¿Cómo funcionaban? ¿Qué hacían allí? ¿Son verdaderamente árabes? ¿Cuando dejaron de ser empleados? La primera y segunda preguntas van íntimamente relacionadas. Este tipo de molinos está pensado para ser instalado en zonas de escaso caudal fluvial y en zonas accidentadas, agrestes, como es el lugar donde se encuentran. Tienen varios elementos comunes, a saber, en primer lugar el cubo, que era una construcción cuadrangular realizada en una sólida obra que se colocaba en la parte posterior del molino y en una posición más elevada. Interiormente tiene un tubo que reduce su diámetro a medida que baja hasta llegar a la parte inferior del molino donde se encontraban los cárcavos, normalmente dos bóvedas de medio punto realizadas con materiales de obra más resistentes debido al peso que debían soportar, como sillares o ladrillos de barro cocido de grandes dimensiones. 


 Interior de uno de los cubos de los molinos "moriscos" de Alpujata.
(Imagen Diego Sánchez).

En los cárcavos se encontraban los rodeznos, las ruedas o turbinas de madera que dispuestas en posición horizontal transmitían el movimiento a las piedras de moler, que se encontraban  sobre los cárcavos, donde se localizaba el molino propiamente dicho y todas las herramientas que necesitaba el molinero. A veces también se encontraba la vivienda del mismo y algún pequeño almacén. Los rodeznos eran de madera, pero en el norte de España y en alguna zona de Granada se han encontrado algunos escasos ejemplares realizados en piedra.


 Cárcavos de uno de los molinos de Alpujata.
(Imagen Diego Sánchez).



Dibujo de un rodezno.
http://www.telecable.es/personales/astur/ingenios/foto13.jpg

El funcionamiento era muy sencillo. Una acequia conducía el agua a los cubos y bajaba hacia los cárcavos empujando, a través de una pieza con forma de embudo llamada saetín, el agua a las palas o cucharas de la rueda o rodezno. Como el tubo interno del cubo iba reduciendo su diámetro a la vez que bajaba, el agua, al salir por el saetín, salía en menor cantidad pero llevaba una gran fuerza debido a la enorme presión a la que se veía sometida, de ahí que la obra del cubo fuese muy sólida y consistente. El rodezno tenía una barra en el centro, el palahierro, que transmitía la fuerza giratoria a las piedras molturadoras que se encontraban arriba, en la sala de molienda, logrando molturar el cereal.


Este dibujo representa una reconstrucción ideal de uno de los molinos "moriscos" en  funcionamiento.
(Dibujo Diego Sánchez).
El agua usada para la molturación volvía al cauce fluvial o era reconducida mediante acequias para ser aprovechada para el riego y no dejarse perder. Por este motivo este tipo de molinos suelen aparecer en casi el cien por cien de los casos asociados a espacios de huerta y regadío, asociados a la inmaterial cultura del agua cuya herencia hemos recibido de nuestro pasado hispanomusulmán.

El molinero era quien llevaba el molino, su media naranja, y quien realizaba la molienda. Ésta comenzaba con el cobro de la maquila, el molinero solía cobrar en grano el diez por ciento de lo que se iba a moler. Tras ello iba vertiendo el resto en una tolva que se encontraba sobre las piedras, las cuales presentaban en el centro un agujero para echar el grano. Accionando una llave daba paso al agua y empezaba la molienda con un empujón a la piedra superior o molinera, que era móvil, frente a la inferior o solera, que era fija. El cereal caía por un agujero en el centro de la piedra y pasaba por entre ambas avanzando hacia el exterior a medida que se molía y convertía en harina siendo expulsada y recogida en un cajón para ser ensacadas posteriormente. Las piedras del molino tenían tela que cortar. No había máquinas para hacerlas por lo que debían ser extraídas en las proximidades de los molinos a ser posible. Una ardua tarea, pero no tanto como el transportarlas hasta el ingenio hidráulico, donde el esfuerzo arrancaba sudores a mares. Una vez en el molino las caras internas de ambas piedras eran picadas, se les hacían unas estrías para favorecer la molturación del cereal y evitar que las piedras se calentaran por el rozamiento y se quemaran. Cada cierto tiempo había que desmontar las piedras y volverlas a picar porque las estrías se gastaban, otra penosa tarea para la que el molinero se veía ayudado de una rústica cabria, una grúa para levantar las piedras. Había que ser maestro molinero para poder tallarlas ya que si se cometía el menor error de cálculo y no se hacía bien, se corría el peligro de que las piedras rozaran más de la cuenta y llegasen a partirse. Cuando una piedra se gastaba era reaprovechada como mesa, para realizar algún paso sobre una acequia, para formar parte de alguna obra,… No era sencillo el trabajo del molinero, pero frente a otros antiguos oficios era una labor menos penosa y menos dura.

 
Vista interior de un molino de rodezno donde podemos observar la cabria, la tolva y las piedras.

Juego de piedras de moler de uno de los molinos moriscos.
(Imagen Diego Sánchez).

El tipo de molino de rodezno es muy antiguo, hay quien apunta a la época medieval y quien señala la época antigua cuando rastrean su antigüedad. Tampoco se sabe a ciencia cierta su origen geográfico, unos defienden que proviene de la zona de China, otros del corredor Sirio-Palestino, hay quien lo ubica en el norte de Europa y otros los sitúan en la Península Ibérica,… Pero frente a los que defienden un origen único, monogenista, y una posterior difusión, están empezando a surgir voces que apuntan hacia un origen múltiple, poligénico, esto es, que aparecieran en distintos puntos sin que hubiera una transmisión de conocimiento entre distintas zonas geográficas.

En nuestro caso los molinos que se encuentran en Alpujata, a pesar de tener el calificativo de “moriscos”, no pertenecen a esa época, el siglo XVI, sino a fechas muy posteriores. Dos de ellos aparecen por primera vez recogidos en un documento de finales del siglo XVIII y no en otras importantes fuentes escritas como el Libro de Apeo o el Catastro de Ensenada. El tercero no aparece en ninguna fuente documental. Tampoco se menciona ninguno de ellos en el Diccionario de Pascual Madoz, a mediados del siglo XIX, por lo que hemos de suponer que, posiblemente, ya no estuvieran en funcionamiento para esas fechas o no un hubiesen sido recogidos en este documento. 


 En esta imagen podemos ver uno de los molinos en un estado bastante ruinoso, en primer plano observamos sus cárcavos.
(Imagen: Diego Sánchez).

Estos molinos forman parte de un paisaje muy diverso donde la exuberante y selvática vegetación del arroyo de Alpujata, con sus helechos, moreras, enredaderas, adelfas,… contrasta con el cuidado y lo ordenado de los cultivos de las tablas y terrazas de los callejones de Alpujata. A través de la acequia madre de Alpujata se puede realizar un bonito recorrido para conocerlos, pero es un tanto peligroso por lo que, si alguien se aventura, se recomienda que “gaste mucho cuidado” y que no se meta dentro de las estructura de los molinos ya que presentan cierta ruina y podría ser un tanto arriesgado. 


Imagen de otro de los molinos del arroyo de Alpujata. Como puede verse se conserva  algo mejor que el anterior, pero sigue siendo peligroso entrar dentro.
(Imagen: Diego Sánchez).

El que nuestros molinos “moriscos” no sean tan antiguos como se cree no les resta valor porque, entre otras cosas, para su construcción en fechas tan relativamente recientes siguen empleando una técnica más que sobradamente milenaria. Ello muestra que esa tecnología ha sido lo suficientemente buena y funcional para las sociedades rurales de hace mil años y de hace cien, incluso en algunos casos de hasta hace sesenta años, fechas en las que empezaron a ser desplazados por industrias harineras más modernas que los hicieron languidecer apagando el tremendo y gutural RUM-RUM de sus piedras cuando molían. Algunos ofrecieron una resistencia tenaz y numantina ante los nuevos aires de cambio y trataron de transformarse, de modernizarse, convirtiéndose en las popularmente denominadas “fábricas de luz” (no es el caso de ninguno de los nuestros) que, ante la escasa potencia que ofrecían, fueron apagando poco a poco la luz de su vida, quedando derruidos, olvidados o siendo aprovechados como almacenes de aperos.

En todos los pueblos de la Sierra de las Nieves quedan restos mudos de estas magníficas industrias artesanales rurales. En Istán hay uno que funciona como el primer día, a pesar de tener más de 150 años. Es el molino de Pepe Aguilar. Lo conozco personalmente y he tenido la oportunidad de verlo funcionar molturando maíz, del que luego hicimos un buen pan, del que más tarde dimos buena cuenta con un par de botellas de vino tinto y una buena “fritá” de papas, cebollas y huevos. Pero hoy día, en muchas partes de nuestra geografía, están siendo restaurados y empleados como casas rurales, iniciativas que los están haciendo revivir y haciéndoles descubrir nuevos amaneceres. En el panocho Río Molinos aun se mantienen algunos, al igual que en el bellísimo paraje de Jorox, pedanía de Alozaina. Pero molineros, las verdaderas almas de estos ingenios, cada vez quedan menos. El tiempo, imparable, los devora. Pero aun peor que el tiempo es el olvido. El mencionado Pepe Aguilar en Istán y Miguel Sánchez en Alozaina, propietario del molino “El Abuelo”, son de los pocos que quedan y que he tenido la fortuna de poder entrevistar, contribuyendo con sus  preciados testimonios en la redacción de estas humildes letras.

Un saludo y hasta pronto.

© Diego Javier Sánchez Guerra.

miércoles, 14 de abril de 2010

EL ARCA DE LA MEMORIA: EL CARBONERO

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Hola a todos de nuevo,

hoy me gustaría empezar con una nueva sección a la que he querido denominar EL ARCA DE LA MEMORIA, en la que vamos a tratar temas relacionados con nuestros vecinos, los oficios que desempleaban, sus experiencias vitales, las historias de vida que nos quieran narrar, etc., para tratar de crear, con el tiempo y vuestras colaboraciones, una Biblioteca de la Memoria Virtual de las personas de Monda, de nosotros, los mondeños y las mondeñas. 

Desde este blog, desde este púlpito, se invita a toda aquella persona que quiera participar, que quiera colaborar contándonos su vida, sus experiencias, su historia, el desempeño de algún oficio tradicional, etc., a que lo narre y lo comparta. Yo, gustoso, le brindaré mi tiempo.

Para empezar quiero comenzar con un tema que todos conocemos muy bien y que otras personas conocen aún mejor, ya que lo vivieron en sus propias carnes: el duro, sacrificado y poco agradecido oficio de carbonero.

Quiso la suerte que en agosto de 2008 me enterara de que un vecino de nuestro pueblo, Antonio Villalobos, seguía haciendo carbón. Ni corto ni perezoso quise informarme personalmente y fui a preguntarle. Me dijo que sí, que todos los años solía hacer un horno. Mi abuelo Diego también lo hacía, así como muchos de nuestros padres y abuelos. Así que decidí hacerle una entrevista, grabarlo en vídeo y tratar de revivir la experiencia de hacer carbón vegetal a la par que quise entender las formas de vida y la labor de los carboneros auténticos. Antonio Villalobos me dio la oportunidad (junto con otros amigos) de poder entender aquellasviviencia someramente y echar unos buenos ratos. Y ahora me gustaría compartirlo con vosotros.

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Recuerdo que aquella estival mañana de agosto hacía un sol de justicia, los rayos solares parecían más un castigo que una bendición del dios Apolo. Lo cierto es que ya hacía calor antes de salir el sol, como todos los veranos. La tierra ardía y parecía que el aire flameaba. Antonio, un hombre de figura enjuta que ha sobrepasado holgadamente los ochenta años con plena y admirable salud, inmune a la hostilidad de aquellas temperaturas, nos esperaba con un inseparable “ducados” cautivo entre sus dedos, en las proximidades de la Cañada Quintana (tras la Granja de Juan Martín). Allí era donde iba a hacer su horno. Allí era donde nos iba a mostrar su arte.

Antonio nos explicó y nos reveló cómo se hace un horno de carbón vegetal y cómo fue su dura experiencia vital entorno al carboneo ya que, como muchos otros carboneros, debía separarse tempranamente de su familia durante largos meses para trabajar en lugares como podía ser el entorno de Ronda, Sierra Morena,… Pero dejemos eso para el final y veamos ahora como la ciencia y maestría del carbonero elaboraba aquella negra y tiznada materia con la que antaño se calentaban muchos hogares y con el que se alimentaban muchas cocinas, a falta de gas y de vitrocerámica.

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Los carboneros, que trabajaban en cuadrillas de varios hombres, tenían que cortar la leña y no en pocas ocasiones incluso arrancar los árboles que iban a carbonear. Seguidamente debían limpiar y regularizar el suelo donde se iba a montar el horno. A ese espacio le llamaban el alfarje. Sobre el alfarje se colocaban paralelamente varios palos alargados formando un pasillo sobre el cual se armaba el horno con  troncos formando un círculo, formando algo parecido al caparazón de una tortuga. Ese pasillo es un hueco longitudinal en la base de la estructura que la recorre de una punta a la otra y que permitía la circulación interior del aire desde la boca hasta el final, donde estaban los denominados caños, conformados por dos palos puestos de pie en el extremo del horno. La circulación del aire era fundamental para una adecuada cochura. Después se cubría el armazón de troncos con la charga, hojas secas que iban regularizando la superficie y sobre la cual se depositaba tierra hasta cerrar herméticamente la estructura del horno. La charga  tenía la misión de impedir que la tierra penetrara por entre los troncos del horno, lo cual arruinaría la cochura. Tras ello el carbonero lo encendía por la boca y debía esperar a la cocción, vigilando atentamente que ésta se produjese homogéneamente desde la boca hasta los caños.

 Antonio montando el horno, tras haber preparado el suelo y cortado la leña.

El carbonero monta los caños, para que tire el horno y la leña se transforme en carbón.


Tras montar el horno el armazón de madera debe ser cubierto por una capa de hojarasca denominada charga para, seguidamente, taparlo por completo con tierra.


En esta tarea Antonio cuenta con la ayuda de su nieto.


Una vez que el horno ha quedado completamente recubierto por la tierra se procede al encendido del mismo a través de la boca, en el extremo opuesto de los caños.


Una vez encendido hay que esperar varios días a que el fuego vaya "cocinando" la leña, cociéndola hasta transformarla en carbón. El proceso dura varios días, en función del tamaño del horno, y debe ser controlado por el carbonero para que el horno no se apague o se realice una mala cocción.


 
Cuando los palos de los caños caen es que está listo el horno, por lo que se procede a desmontarlo, a labrarlo -como dicen los carboneros- y separar el carbón de la tierra, troceándolo para facilitar el transporte. Tradicionalmente este producto se vendía por arrobas, como el aceite o el vino.
(Foto: Juan González).
Finalmente el carbón era recogido en seras de esparto y cargado en bestias.
(Foto: Juan González)

Antonio asegurando la carga de carbón.
(Foto: Juan González)

Terminada la tarea se realiza el transporte en bestias de carga.
(Foto: Juan González)

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El carbonero debía pasar meses fuera de casa, su aspecto ennegrecido y sucio le confería una figura fantasmagórica. Baste recoger el siguiente testimonio de Antonio: Con una muda me tiraba yo toa la temporá. Que algunos se la quitaba y se quedaba la chaqueta de pie, como un tupirro. Para vivir construían efímeras chozas circulares con una base de piedra y una cubierta de ramajes. Esta mísera, funesta y endeble obra cobijaba a las cuadrillas de carboneros que trabajaban para un contratista que, como intermediario, ingresaba los mayores beneficios explotando a estos hombres. El destino del carbón era, sobre todo, los grandes centros urbanos y poblaciones donde se empleaba en la calefacción del hogar y para cocinar. Paradójicamente en casa de carboneros (y en casi el resto de las casas de los trabajadores del campo) se cocinaba con leña, más fácil y barata de adquirir.

 Antigua foto donde posan unos carboneros mondeños.
(Foto: Coleccion Biblioteca Municipal de Monda)

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Antonio nos contaba como empezó en la dura senda del carbón siendo un inexperto adolescente, en una cuadrilla y de la mano y amparo de su hermano mayor, del que con motivo se muestra orgulloso: Eso es muy duro. Seis tíos, cada uno de su madre y de su padre. Cada uno con su leche tomá y yo, un zagal, con dieciséis o diecisiete años… Pero yo iba con el calor de mi hermano. Eran tiempos muy penosos e inclementes, los años de después de la Guerra, donde todo el mundo debía trabajar con dureza para ganar un mísero jornal.

Los carboneros siempre pasaron grandes penurias. Y también sus familias, no las olvidemos, ya que esperaban durante meses la llegada del ser querido. Ana, la esposa de Antonio, nos contaba también como vivía su ausencia en los meses que trabajaba el carbón: Cuando él se iba al carbón yo, para no quedarme aquí sola, me iba con mi madre a Coín. Los tres o cuatro meses que él estaba por ahí, estaba yo en Coín. Pero en la lejanía del tiempo y del espacio las familias mantenían el contacto con los carboneros mediante cartas. Aunque no todo el mundo sabía leer y escribir se ayudaban unos a otros, en palabras de Antonio: Yo no se ni leer ni escribir. No lo se porque no me lo han enseñado. Pero entonces mi hermano escribía para la casa, para ella, contando los clamores.

La alimentación de los carboneros fue siempre escasa y poco variada, basada principalmente en las sopas de pan con varios tomates, ajo y pimientos, que no hacían más que  tratar de despistar infructuosamente el hambre. En nuestro pueblo el Día de la Sopa Mondeña rinde honroso homenaje a esa gastronomía del hambre, a esa gastronomía de la necesidad.


Día de la Sopa de Monda.
(Foto: www.malaga101.es)

Pero en Monda también hemos rendido honor a la figura del carbonero y, con ella, a todas las personas trabajadoras del campo, hombres y mujeres, con la erección de una estatua  en su honor y la celebración del Día del Carbonero.

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Hoy, gracias a Antonio Villalobos y su esposa Ana Pérez, sabemos más de este oficio casi perdido y un poco más de nosotros mismos. Nuevamente, gracias a los dos.

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 Antonio y Ana.


Un saludo a todos.

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© Diego Javier Sánchez Guerra

sábado, 27 de marzo de 2010

Semana Santa en Monda


Hace tan sólo unos días la primavera se despertó, lluviosa y perezosa tras casi un año de apacible sueño. Lanzando sus primeros bostezos vino avisando a los alérgicos de que este año y gracias a unas copiosas y fecundas lluvias se va a mostrar especialmente combativa, generosa en aromas, fragancias, olores, colores, sabores, texturas y vida. Renaciendo, como renace todos los años.

Y es en estas fechas de renacimiento primaveral cuandose celebra nuestra Semana Santa, la Semana de Pasión donde, como todos sabemos, muere y resucita –renace- Jesús de Nazaret. En el pasado muchas culturas antiguas también celebraban rituales de resurrección en época primaveral, tiempo en que brota la vida.

Hoy me gustaría tratar un poco sobre el origen y el significado de la Semana Santa, uno de nuestros mayores rasgos de identidad y una de nuestras expresiones culturales más características –o la que más- que además de vivirla, también es interesante entenderla ¿No os parece?. Me gustaría señalar también que aparte de ser un “lugar” de identidad esta celebración colectiva también es un lugar de encuentro donde acuden familiares y amigos que, por el azar de la vida, residen en puntos distantes. Estas personas que vuelven y que disfrutan este ritual refuerzan con ello su identidad, siguen sintiendo y compartiendo el espíritu mondeño.


Penitentes en Monda

Pasemos pues a verla porque en estas fechas, en estos días, ya estamos calentando motores: se están preparando y enjaezando los tronos, se encalan y “nivean” las casas bajo un blanco e inmaculado manto, y el sábado anterior al Domingo de Ramos por la noche tuvo lugar en la Parroquia de Santiago Apóstol la tradicional Exaltación de la Saeta.

La Semana Santa tiene un origen muy remoto y está compuesta por dos grandes categorías: las escenificaciones y las procesiones que, lejos de ser excluyentes, en muchos lugares se combinan. Tenemos que ajustarnos el cinturón de seguridad y viajar en el tiempo hasta los oscuros siglos medievales para buscar las raíces de ambas. Las escenificaciones (representaciones teatrales) de  carácter religioso se hacían en las iglesias y eran los mismos vecinos –y clérigos incluso- los que las interpretaban, teniendo un importante componente didáctico ya que trataban temas de las Sagradas Escrituras. En este contexto es donde la Pasión de Jesús adquiere una especial significancia. Ya desde el siglo XVI (con el Concilio de Trento y con la Contrarreforma) las procesiones que portaban imágenes sagradas se impusieron sobre las representaciones escénicas, que fueron gradualmente prohibidas por las autoridades civiles y eclesiásticas desapareciendo de muchísimos lugares en el siglo XIX. Hoy día podemos ver como a pesar de los avatares del tiempo algunas de estas escenificaciones se han mantenido (o rescatado) en algunos pueblos cercanos, destacando con singular importancia El Paso de Istán. En pueblos como Alozaina o Casarabonela la escenificación de los últimos días del Salvador también adquiere un particular renombre.




El Paso, Istán.

En muchos pueblos y lugares, perdida esta tradición, sin embargo se mantienen o mantuvieron hasta hace pocos años algunos relictos teatrales, escénicos. Por ejemplo, en Monda desfilaban los Apóstoles, vecinos del pueblo que se ataviaban con ropas de la época y se ponían unas máscaras (unas caretas) que representaban a estos personajes. Igualmente incardinable en estas dramatizaciones estarían los abrazos, reverencias y carreritas. En tal sentido podemos interpretar la aproximación que se produce en el Calvario entre el Crucificado y la Virgen, como si fuesen a darse un último beso en un mágico momento en que dejan de ser figuras y se convierten en seres de carne y hueso, personas con sentimientos y sufrimientos. En la acelerada y espectacular subida de la Calle Valdescoba tendríamos también reflejada esta cuestión.



Domingo de Ramos en Monda


Los pasos escultóricos procesionales, los tronos como todos los llamamos, surgen con fuerza en el siglo XVI de la mano de las cofradías, adaptándose a los tiempos y llegando a lo que son hoy día a pesar de haber sufrido una irrecuperable pérdida patrimonial durante los años de la Guerra Civil. En las calles de nuestros pueblos y ciudades es donde las procesiones y las imágenes tienen su espacio escénico donde se representa y se recrea la vida, muerte y resurrección de Jesús, donde el público funciona como espectador pero también como actor al participar de forma pasiva en este ritual, sin ni siquiera ser plenamente consciente de ello.


Velando en la Iglesia de Santiago Apóstol.

En nuestro pueblo existe una gran devoción y una gran tradición. Estos días la fragancia del azahar, tenue al principio y más intensa conforme avanzan los días, y el penetrante olor de la cera son los olorosos protagonistas de nuestro escenario. Las imágenes que se portan en procesión son relativamente recientes llegando al templo en los años posteriores a la Guerra Civil ya que en ésta se quemaron, tristemente, las veneradas imágenes de madera policromada.



Amplia concurrencia en la Plaza de la Constitución.

Nuestra Semana Santa está llena de momentos y detalles especialmente bellos, poéticos, como la subida al Calvario la noche del Jueves Santo. En un mágico y espeso silencio, alumbrado por cientos de temblorosas y devotas velas transcurre esta procesión hasta el Calvario, donde Hijo y Madre se despiden, iluminados por una lechosa y maternal luz argentada que irradia de una siempre intensa Luna llena.


Subida al Calvario el Jueves Santo por la noche.


En calle Estación, junto a calle Carnecería, tiene lugar una particular escena: al llegar los tronos a la estrechez de esta vía ha de sacarse uno de los varales donde apoyan los hombros los horquilleros para poder hacer el giro y continuar el recorrido. Es un momento muy delicado porque los hombres sostienen como pueden ese lado del trono. Los horquilleros reciben este nombre porque portan las horquillas, unos recios bastones rematados en una U metálica que se transmiten de padres a hijos, cuya finalidad es reposar el trono en las paradas que se realicen y ayudar a los portadores a aliviar el peso, apoyándolas en el suelo conforme avanzan a la par que van realizando un acompasado y particular sonido. 
  
Quitando el varal al Crucificado.

Las sentidas saetas con que cada año quiebran, rasgan y rompen el silencio de la noche vecinos como Lina Urbano, Miguel González “El Pancho” o José García “El Platito”        -entre otros- provocan la emoción de los asistentes y ayudan a crear ese fantástico ambiente que todos concemos. Si el azahar y la cera son los olores de la Semana Santa, las horquillas y las saetas son su particular banda sonora. 


Jesús Atado a la Columna proyecta su sombra sobre el techo.

Hasta hace pocos años en calle Horquilleros, junto a la puerta de “El Guerra”, existía una imagen de Jesús de Nazaret integrada en el muro de una antigua y destartalada vivienda. Esta imagen había sido donada por la familia del emérito Doctor Jiménez Encina a mediados del siglo XX y las vecinas del lugar la veneraban, cuidaban y adornaban. Los horquilleros que portaban el trono de Jesús Nazareno lo presentaban ante aquella imagen todos los años en señal de respeto. Pero la casa fue destruida y se levantó un nuevo edificio. Por fortuna la imagen fue rescatada de la pared a tiempo, esperando su restauración, su reubicación y la continuidad de esa antigua costumbre.


Imagen de Jesús Nazareno en su antigua ubicación de C/ Horquilleros.

Prefiero no seguir contando más, para que todos y todas lo contempléis con vuestros propios ojos y disfrutéis estos días. Os adjunto un par de enlaces sobre unos montajes que realicé hace un par de años en los que se nota que no se me da muy bien coordinar imagen y sonido, pero son aceptables.



Una última recomendación: el blog Monda. Fe y Tradición donde, entre otras cosas se puede ver más específicamente nuestra Semana Santa y otros temas de carácter sacro.

http://mondasemanasanta.blogspot.com/

Un saludo a todos.


                          
© Diego Javier Sánchez Guerra.