jueves, 18 de agosto de 2011

"MONDA BONITA, MONDA BONITA"

   Buenas tardes a todos.

   La entrada de hoy tiene bastante que ver con nuestro pueblo y nuestros vecinos, a pesar de ser un tanto atípica. Me explico; en la Feria de Monda 2011 he tenido la suerte, el orgullo, la  satisfacción y la responsabilidad de ser el pregonero. Muchas han sido la personas que me han pedido una copia del pregón y en atención a ellas he decidido colgarlo en el blog, para que tengan libre acceso a ella.

   Podría decirse que esta entrada trata de los mondeños, de todos los mondeños, a los que va dedicada.



Semblanza del pregonero

 
   Diego Javi, historiador, arqueólogo, amante de su tierra, amigo de sus amigos, ha llevado con orgullo el legado de su tierra y de sus padres por todas partes: en la Universidad, en Zaragoza cuando trabajó en una constructora y luego desentrañando el pasado escondido en la tierra. Y ahora, tras años de experiencia en desarrollo rural, nos da lo mejor de sí mismo: su pasión, su entrega y sus ganas de hacer un pueblo mejor. Una mirada limpia sobre las cosas, llena de entusiasmo y esperanza, una sonrisa socarrona…como decía Picasso “el hombre que es joven, es joven para siempre”.

 
                                                                               Antonio D. Bravo Carrasco.




"MONDA BONITA, MONDA BONITA"


   Buenas noches a todos. Si mis abuelos estuvieran aquí presentes en este momento, no cabrían en esta plaza. Pero los que no caben hoy, son mis padres.


   El título del pregón, “Monda bonita, Monda bonita”, aunque pueda desprender cierto aire infantil, resume con perfección y sencillez el sentimiento que todos los mondeños compartimos hacia nuestro pueblo. Esta era una de las expresiones más empleadas por un hombre que visitaba Monda con frecuencia ya hace algunos años. Quizás algunos todavía lo recordaréis.

 
   Quiero, antes de entrar en materia, expresar mi agradecimiento por haber sido elegido pregonero de esta Feria de Monda 2011 a las autoridades municipales y a los componentes de la “Asociación Cultural Munda Futura”, ilusionados y animados organizadores de esta feria, por haber depositado en mi persona tan grande y satisfactorio compromiso.

 
   Orgullo y miedo. Orgullo y miedo fueron las dos primeras sensaciones que embargaron mi corazón cuando me propusieron ser pregonero de la Feria de Monda 2011. Orgullo, primero, porque para cualquier mondeño es una honra y una satisfacción poder estar esta velada aquí, rodeado de su gente, de toda su gente, de su familia, de sus amigos, de sus vecinos… teniendo el privilegio de ser la voz que anuncie esta tan querida y simbólica fiesta, tan esperada a lo largo del año y que a todos nos une, desde los más jóvenes a los más mayores.


   Miedo, también miedo, porque para mí es toda una responsabilidad dirigirme a todos vosotros en este acto y hacerlo bien, correspondiéndoos como es debido, como os merecéis.


   Queridos mondeños. Un año más nos encontramos reunidos para honrar a nuestro patrón, San Roque, en nuestras Fiestas Patronales y disfrutar de esta Feria. Personalmente siempre he pensado que la labor de pregonero debe desempeñarla personas que cumplan con dos requisitos mínimos: el primero es que cuenten con una trayectoria vital más prolongada o más intensa, con más experiencias de vida; y el segundo que se profese un cariño y un amor incondicionales hacia nuestro pueblo. Y aunque me tengo todavía por joven -relativamente, claro- pienso que cumplo con la segunda condición.


   Esta esperada noche nos hallamos los mondeños de siempre, los que nos conocemos de toda la vida, los que nos hemos criado aquí, los que aquí vivimos y aquí residimos. Y también estamos, por supuesto ¿cómo no?, los que habiéndose criado aquí y por circunstancias de la vida residen fuera. Pero siempre anhelan y encuentran tiempo de retornar a su patria chica los fines de semana, durante las vacaciones o en fiestas tan señeras como ésta.


   Pero además están los que me he tomado la libertad de llamar “nuevos mondeños”. Me refiero a las familias y personas procedentes de otras naciones del mundo, como Dinamarca, Francia, Inglaterra, Holanda, Paraguay, Rumanía, Marruecos, Cuba, Portugal, Alemania y otros muchos lugares, y familias de otros rincones de nuestro país que por razones diversas eligieron Monda como su lugar de residencia hace ya muchos o pocos años, contribuyendo a enriquecer aún más nuestra sociedad y nuestra cultura, y dándole a nuestro pueblo un particular cariz cosmopolita que sorprende a todo el que viene de fuera mientras nosotros lo vivimos con una total naturalidad, reforzando una vez más ese carácter de crisol de culturas que ha tenido siempre el sur de España, nuestras tierras de Andalucía. Para ellos, considero hace mucho tiempo que ésta también es su fiesta.


   Y aunque no lo parezca, para nosotros este carácter pluricultural no es nada nuevo ya que nuestra población, al ser tan antigua, contiene la herencia de diversas culturas. Los almendros y olivos que hoy cubren nuestros campos, que dibujan nuestros paisajes agrícolas y que forman parte de nuestra gastronomía -especialmente el segundo, cuando nos comemos unas aceitunitas, cuando aliñamos nuestras ensaladas, desayunamos o cuando preparamos cualquier comida- fueron introducidos por los fenicios y los griegos hace más de dos mil años. ¡Cuántas calores bajo el incandescente sol y cuantos picores estivales cogiendo almendras al son de la orquesta de las chicharras! ¡Cuánto cerros de almendras descapotados a mano! ¡Cuánto frío y cuanta humedad que nos han calado hasta los huesos! ¡Cuántos padrastros cogiendo aceitunas! ¡Y más vueltas que la vida han dado las piedras de los molinos para fabricar el oro de Andalucía!


   Los romanos, cuando ocuparon la Península Ibérica -a la que llamaron Hispania- crearon toda una red de infraestructuras, ciudades y otras construcciones monumentales cuya huella, en nuestro pueblo, ha quedado reflejada en nuestra modesta y algo maltrecha calzada romana, que hace alrededor de dos mil años era el camino que tomaban los arrieros de la época para llevar cargas de aceite y otros productos, como el vino y el cereal, a una de las grandes orbes del sur: Malaka, puerto desde donde se enviaban los productos a lugares tan lejanos en aquella época como Roma, Britania y Germania (Inglaterra y Alemania, respectivamente). Tan lejos han llegado los géneros de nuestra tierra.


   En este lugar, recuerdo de pequeño, iba con mi abuelo camino de Rozuelas a coger almendras y cuando tomábamos esa vía empedrada que tanto me fascinaba, al compás de los cascos de la mula -Sevillana- que esparcían su sordo eco a la sombra del paternal algarrobo, mi abuelo (mi papaíto) me contaba historias de batallas y de guerras, especialmente la de Munda, que todos conoceréis. Yo, entonces, disfrutaba oyéndole hablar y ni el polvo del camino ni los incómodos picores veraniegos hacían mella en mí, aunque en aquella época no tenía ni idea de quienes eran los romanos.


   Pero no fueron ellos los únicos que nos dejaron su huella ya que posteriormente, tras los visigodos, una nueva civilización nos trajo otro importante legado cultural, la civilización islámica, de la que conservamos numerosos vestigios, como nuestro Castillo de al-Mundat, que ha sido el referente de generaciones de mondeños y con sus más de diez impertérritos siglos lo sigue siendo, ya que la estampa que nos regala desde la carretera cuando venimos de Málaga o de Marbella con el pueblo, cascada de blancura, desparramándose a sus pies nos hace sentirnos en “casa”. Seguramente sería el mejor pregonero ya que desde su posición elevada ha sido el singular notario que durante cientos de años ha certificado los cambios que se han sucedido y ha conocido a todas las gentes que lo han habitado. Ha sido testigo y en algunos casos protagonista de numerosos acontecimientos históricos, como la revuelta de Omar Ibn Hafsún; la proclamación del Califato de Córdoba y la ocupación de al-Andalus por Almorávides y Almohades; o la prolongada y desesperada resistencia nazarí hasta caer en las manos de los ejércitos castellanos pero no sin que antes su guarnición andalusí realizara un último y desesperado acto heroico, ya que acudió a liberar Coín de su asedio en una acción casi suicida con un infructuoso resultado, hecho que conocemos gracias a un bello romance fronterizo. Testigo y protagonista también de la indignación, revuelta y posterior expulsión de los moriscos, que lo acabaron de quebrantar, tras lo cual quedó relegado al abandono durante centurias hasta ser convertido en hotel.

   Si pudieran hablar sus vetustas murallas y sus envejecidas torres nos contarían historias de mil asedios, de mil combates, de mil declaraciones de amor y del errante y descorazonado fantasma que lo habita: Doña Beatriz, la “Buena Villeta”… Pero no sólo ha sido un lugar de importancia histórica y un sitio para el romance y la leyenda, ha sido también un lugar para el encuentro y para el divertimento ya que muchas meriendas y reuniones de amigos tenían como escenario en este particular sitio, y muy especialmente la “piedra llana”. Era también el seductor y prohibido espacio de juego para los más traviesos, según se arraciman en mi memoria aquellos recuerdos de mi infancia donde jugábamos con los amigos a hacer la guerra, a buscar tesoros, a encontrar pasadizos secretos y olvidadas riquezas… y siempre encontrábamos algunas de las mayores fortunas: la amistad, la diversión, la ilusión, la solidaridad, el respeto…de esas que ahora tanto escasean.


   Nuestras calles, nuestros rincones, nuestras callejas y callejones…rebosan su tradición andalusí por los cuatro costados. Angostas, retorcidas y quebradas guardan sorpresas inesperadas materializadas en floridos y aromáticos balcones o en frondosas albarradas y en sus fuentes y lavadero, que refrescan y sonorizan el ambiente. Fuentes como la Mea-mea, la Esquina, la Jaula con su lavadero y la Villa con el suyo que han dado vida a nuestro pueblo y han calmado la sed de proles de mondeños, que han servido para lavar la ropa y han contribuido a alimentar las huertas, para preparar las aceitunas, para abrevar el ganado... En definitiva, nos han dado la vida. Yo he vivido poco de esto, pero me lo han narrado en multitud de ocasiones en las entrevistas que hago de vez en cuando a las personas mayores de nuestro pueblo, de las que tenemos muchas cosas que aprender. Al igual que en muchas ocasiones me han contado cómo los niños a los que les regalaban aquellos envarados burritos de cartón y los llevaban a beber a la fuente, no los volvían a llevar más. Hoy día se han convertido en monumentos, en sordos ecos del recuerdo y en vestigios de nuestra identidad que despierta la curiosidad de los turistas, sorprendidos cuando tienen la suerte de que algún vecino lleve a beber algunas de las escasas bestias que quedan en el pueblo. Al igual que alguno de nosotros también nos sorprendemos y rememoramos tiempos pasados.


   Además de su tradición moruna nuestra calles han sido un espacio multifuncional: centros sociales al aire libre durante las largas noches de verano cuando los vecinos, sentados al fresco, charlan hasta las tantas; espacio también de trabajo donde las manos artesanas que acopiaban saberes milenarios se encallecían con el ingrato trabajo del esparto; espacio lúdico y de esparcimiento, donde recuerdo cuando era chicuelo cómo jugábamos en el barrio la Paja a las cuatro esquinas, a la piola, a las bolas, al trompo…y tantos otros juegos que han ocupado todas las calles mondeñas, mientras se hacía presente como banda sonora de fondo el persistente tintineo metálico de la vulcana fragua de Puerto.


   He mencionado las huertas. Ellas son la viva prueba de la herencia de la acertadamente llamada “cultura del agua”. En ellas se hace presente la red de acequias y albercas que rezuman una tradición islámica que tenía en el agua un bien común muy preciado, muy valorado y muy cuidado. Las acequias, además de ser las venas que llevan la vida a los bancales, ocasionalmente se convirtieron en lugares donde lavar la ropa, los cacharros o en las pistas de carreras, rústicos y originales scalextrics para los zagales cuando con trozos de madera o de corcho hacían carreras de barquitos. Y las albercas…¡Cuántas generaciones de niños hemos tenido en las albercas nuestra particular Costa del Sol o nuestro singular Parque Acuático! ¡Cuántos nos hemos bañado en la alberca del Curita y en más de una ocasión en que nos han pillado hemos tenido que salir corriendo, con o sin ropa!


  Pero el tiempo no espera, no se detiene, y la llegada de otra nueva cultura tras la expulsión de los moriscos nos trajo otros nuevos elementos ya que esa nueva cultura que era la cristiana y de la que somos directos herederos, quiso sacralizar los espacios que durante ocho siglos había pertenecido a los andalusíes. La iglesia de Santiago Apóstol, que ha sido y es omnipresente desde entonces en nuestros bautizos, comuniones, bodas, entierros… sustituyó a una antigua mezquita, pero se puede decir que no la destruyó totalmente ya que de ella heredó la inspiración para la construcción de ese robusto y macizo arco de ladrillo que nos recibe a la entrada y frente al cual se han arrojado toneladas de arroz y algunos garbanzos, en las bodas, y miles de pesetas y algunos euros, en los bautizos. También muchas lágrimas. No obstante puede decirse que en esencia este sagrado lugar tampoco cambió de función, ya que entonces con los musulmanes y después con los cristianos hasta el día presente, ha seguido siendo un lugar para la fe y es su toque de campanas el “politono” común que todos los mondeños tenemos grabado en nuestras cabezas.


   Otros elementos heredados de aquellos tiempos son las cruces, de la Sierra, de Caravaca y del Agua, muy devocionales todavía y que fueron construidas con la intención de proteger al pueblo. El Calvario, junto a las eras, es otro de nuestros símbolos de identidad y no en vano es el lugar del mágico y sentimental encuentro el Jueves Santo entre nuestra Virgen de los Dolores y el Crucificado y también el lugar donde nos tomábamos los hornazos. La gran era que se abre delante es el vestigio que nos habla de un mundo de agricultores y trabajadores de la tierra, del trabajo de la trilla y el venteo del cereal al son de las coplillas y en compañía del tradicional rancho: la “olla de era”.


   Podría seguir hablando de muchos más lugares comunes que compartimos, pero no quiero ponerme muy pesado y se acabaría la feria y no habría terminado. Monda, la esencia de los mondeños, de lo que somos, no son sólo los lugares comunes que vivimos a lo largo de nuestras vidas. También son los tiempos comunes que compartimos y cuando digo tiempos me refiero a aquellas épocas del año más especiales cuando tenemos algo que celebrar y un tiempo para estar con nuestros seres queridos: nuestras familias y nuestros amigos; estoy hablando de las fiestas. Las fiestas son el lugar de encuentro por excelencia y nuestro pueblo tiene muchas (por tanto, muchos momentos de encuentro), unas son muy antiguas y otras muy recientes, prueba estas últimas de que somos una población socioculturalmente muy activa, muy viva, que se reinventa, que se recicla y que se renueva con el tiempo sin perder su esencia.


   Nuestro ciclo festivo es muy abultado, pero quiero detenerme sólo en algunas de las festividades que nos son más señaladas y significadas, destacando ese valor de encuentro y de compartir que nos son comunes.


   Así, por ejemplo, la Navidad, que no llega para mí cuando veo los primeros anuncios de El Corte Inglés u otros grandes almacenes, ni tan siquiera cuando me alumbran las luces navideñas por las calles. Para mí esta época del año, desde mi niñez y en mi madurez, se anuncia cuando el callejón de calle Estación se endulza con el aroma a roscos y a azúcar que mana de la fábrica de Mancha (que desprenden esos esos roscos de los que está bueno hasta el agujero). Esas fechas son el momento de estar entre los seres queridos, de las cenas familiares y de compartir los recuerdos de los que ya no están, pero también de compartir con las nuevas generaciones, con los recién llegados; es tiempo de las reuniones de amigos, de los encuentros, del acopio de kilos merced al abuso en la ingesta de mantecados, de roscos de vino, de polvorones, de alfajores… al son de las zambombas, las sonajas y los almireces con que las pastorales de Monda hacen retumbar nuestro pueblo y nuestro espíritu hasta los propios cimientos. Es un tiempo de alegría compartida.


  Primavera pasionaria. De nuevo es el olor el que anuncia nuestra próxima estación de encuentro en la intensa y primaveral fragancia del azahar que se mezcla con la devoción y la pasión en nuestra Semana Santa, aroma dulzón que se acaba diluyendo con el espeso olor a cera de las velas, con las que los más pequeños se entretienen haciendo macizas bolas. El recio y acompasado son de los horquilleros extraviado en el silencio de la noche y tan sólo rasgado por sentidas y espontáneas saetas junto con la luz de centenares de titubeantes velas, marca el paso de uno de los momentos más grandes de nuestra semana de Pasión que tiene lugar la noche del Jueves Santo. Allá, en la colina del Calvario, una madre llora a su Hijo que, clavado al madero y con ojos vacuos, recibe el manto de luz dorada de la Luna llena ante el corazón encogido de los presentes. Y es nuevamente en estos días cuando los mondeños volvemos a encontrarnos compartiendo nuestra tradición, nuestra devoción y nuestro sentir, fraguando nuestra identidad.


  Y, por fin, la Feria, a la que un año más hemos llegado. En mi relativamente corta experiencia de vida, ha sido y es el andén, la parada donde nos bajamos y donde nos encontramos todos los mondeños. El tiempo en que vienen los que habían marchado a la capital y los que en los años de la emigración habían elegido destinos más alejados como Barcelona, Madrid, Francia… y no podían venir con la frecuencia ansiada.


   En estas fechas mi memoria me trae vaporosos recuerdos de cuando era pequeño, de cuando sonaban los primeros cohetes anunciando la feria, por la mañana, con los juegos infantiles, cuando catervas de chiquillos nos precipitábamos por las calles vertiginosamente para acudir al insustituible corazón de la feria, al epicentro de la fiesta: a nuestra plaza, donde ahora nos encontramos. Hoy, esos cohetes, llegan para mí demasiado temprano y son la pesadilla de mis trasnochadas resacas.


   También rememoro como en mis años mozos éramos un grupillo de amigos, de pilluelos, formados por los que vivíamos en Monda y los que llegaban de Málaga, Granada, Marbella…, legión de traviesos que jugábamos a atravesar aquellas viejas y descolorida rejas verdes que ceñían la plaza, o a perdernos bajo el antiguo escenario, en su enjambre de patas y travesaños compitiendo en agilidad y destreza, y del que salíamos a veces con un chichón como premio con el que podíamos presumir ante las niñas en arrojo y bravura. Aun a riesgo de la segura regañina de los padres. Pero con el tiempo crecimos y ya no nos cabía la cabeza entre las rejas, como a otros chiquillos más pequeños, e íbamos buscando la animación de los coches de choque y a interesarnos por la compañía femenina.


  Se me vienen a la cabeza igualmente aquellos pesadísimos empachos de algodón de azúcar o de las manzanas caramelizadas, hoy sustituidos por los ardores que provocan los excesos nocturnos de cerveza o de tinto de verano. En las costuras de mi memoria cuelgan retazos de recuerdos en los que revivo como mis padres me llevaban a la feria, con mis hermanos, y nos montaban en los caballitos del carrusel -“pegasos, lindos pegasos, caballitos de madera”, en palabras de Antonio Machado-; o cuando montábamos en el “Tren de la Muerte” con Miguel Miligallo metido en su papel de espanta-niños mientras todos queríamos quitarle su mortífera arma del pavor: una pequeña escoba de palma, trofeo que todos deseábamos ganar; o de otras atracciones infantiles alumbradas por mil luces y por mil colores acompañadas por unas sonoras y estridentes sirenas, escenas aquellas que aumentadas por mi imaginación infantil no han permitido nunca que ningún parque de atracciones, con tantas florituras y tantos cachivaches, me haya podido sorprender tanto o más.


   A pesar del transcurso de los años y de todos los cambios que se han producido, sigo compartiendo con mi familia y amigos este tiempo de fiesta, este tiempo de encuentro, con la misma ilusión que cuando era pequeño.

   Ahora, al orgullo y el miedo del que fui presa al principio, quiero añadir la ilusión. La ilusión de ser mondeño y la ilusión de compartir con vosotros lugares y/o tiempos comunes. Y ahora, papá, mamá, hermanos, sobrinitos, tíos, primos, amigos y vecinos, mondeños y mondeñas, os invito a disfrutar y compartir en familia y entre amigos esta Feria de Monda 2011. ¡Mondeños y mondeñas, viva Monda y viva su feria, viva nuestro patrón, viva San Roque y su inseparable perro!


   ¡Feliz feria!






Diego J. Sánchez Guerra.


martes, 9 de agosto de 2011

EL AGUA QUE NO CESA

    Esta entrada surge de la ruta que realicé durante la Semana Cultural de Monda 2011 títulada “El agua que no cesa”, que está dedicada a uno de nuestros mayores valores naturales: el agua, vinculada con fuerza a las culturas que nos han precedido, especialmente a la musulmana, de cuya herencia disfrutamos cuando paseamos por nuestras huertas o por nuestros jardines, cuando bebemos o nos refrescamos en las antiguas fuentes, cuando nos sentamos a oír el sosegante rubor del agua... Por ello no tan sólo es un importante patrimonio natural sino también cultural, como vamos a ver mediante los espacios urbanos vinculados con el líquido elemento y de los que vamos a hablar a través de un pequeño paseo por Monda, exponiendo varios de sus valores: el simbólico, el social y humano y el ornamental.

   Pero, ¿De dónde proviene ese líquido que calma nuestra sed, con el que nos lavamos y que nos refresca en verano? ¿De dónde viene el agua? La verdad es que no siempre ha existido en la Tierra, al menos es lo que señalan las últimas investigaciones. Según algunas de las más recientes teorías de los astrofísicos llegó del espacio (cómo Supermán, pero no de tan lejos) tras un largo y espectacular viaje hace unos 3.800 millones de años y contenida en forma de hielo en cometas y asteroides que procedían de una zona de nuestro Sistema Solar. Estos asteroides se fueron precipitando durante millones de años sobre el tercer planeta de este singular sistema, una gran roca incandescente que fue perdiendo temperatura paulatinamente y que acabó siendo ni demasiado caliente ni demasiado frío para albergar el agua en sus tres estados: sólido, líquido y gaseoso, lo que le ha dado su aspecto de gran esfera azul en contraste con otros cuerpos planetarios.



Recreación de asteroide aproximándose la Tierra.

   Y es que el 70 % de la superficie de nuestro hogar común está cubierto de agua (y de toda esa agua sólo el 1% es apta para el consumo, por lo que hay que mirar mucho por ella). Curiosa coincidencia, porque casi el 70 % de nuestro organismo está compuesto también del mismo elemento. Sin agua no hay vida. Pero puede haber agua y no haber vida (hasta donde sabemos), como ocurre en Marte o la Luna, donde aparece en forma de hielo.




   Las culturas antiguas, con razón, vieron el agua como fuente de vida y como fuente de creación. Son numerosas las religiones donde el agua tiene una importante simbología creadora, no en vano era necesaria para la agricultura y para la ganadería…para mantener la vida. Los egipcios, por ejemplo, tenían en su río Nilo su fuente de supervivencia, por lo que adoraban al dios que le asociaban: Hapy, que aparecía representado con dos grandes vasos donde nacía ese caudaloso río. Igual ocurría con otras culturas, como la mesopotámica, que tenía en su dios Enki o Ea a una deidad relacionada con el mundo acuático. Ambos se representan con atributos asociados al agua.



Los dioses Hapy y Enki. El primero sostiene dos vasos donde nacen dos torrentes de agua y del segundo los torrentes de agua parten de su propio cuerpo.

   El valor religioso del agua nos lleva a asumir su deriva simbólica en el primer hito o paisaje del agua que encontramos en Monda, concretamente en su centro urbano: la Iglesia de Santiago Apóstol ya que para el cristianismo el agua ha tenido siempre un valor purificador, de limpieza. No olvidemos que es con el bautizo como cualquier persona se introduce en la comunidad cristiana al ser borrado el Pecado Original, al ser purificado el neocatecúmeno con agua bendita. Igualmente, cuando recibe el último adiós, el finado es bendecido, purificado, con agua bendita. En Biblia aparece en multitud de ocasiones: con el Diluvio Universal, en las bodas de Canaán (que es convertida en vino), en el episodio de la buena samaritana, en el bautizo de Jesús en las aguas del Jordán… Igualmente otras religiones emparentadas con el cristianismo, como el judaísmo o el islamismo, integran el uso simbólico purificador del agua mediante el aseo ritual previo a las oraciones.



Escena de bautismo en un fresco del interior de la Iglesia de Santiago Apóstol.


   El segundo valor del agua, el más trascendente terrenalmente hablando, ha sido el social y humano y para ello el segundo paisaje del agua son las fuentes y los lavaderos que tenemos en nuestro pueblo. Pero quiero dejarlos para el final y hablar del tercer uso del agua: el ornamental, ya que fueron los musulmanes -nominados no en vano como “cultura el agua”- los que desarrollaron los sistemas hidráulicos más avanzados en al-Andalus y los que impulsaron el regadío de una forma nunca antes vista. Pero junto al uso para el riego en las huertas rurales y urbanas, al agua también le dieron un uso estético al integrarla como elemento decorativo en los jardines, contribuyendo a su vez a refrescar el espacio y a fomentar el sosiego con sus relajantes sonidos.

   Como provenían de un país muy árido, Arabia, el paraíso de los musulmanes se concebía como un oasis donde descargan sus aguas cuatro caudalosos ríos, entre otros elementos. Es por ello que los jardines islámicos tratan de remedar ese paraíso, tratan de “traer” lo celestial a lo terrenal. De tal forma fuentes como la del Parque Doctor Villanueva y la del Carbonero recogen esa lejana tradición ornamental del agua ya que ésta no es empleada para el riego ni para el consumo, sino para el ornato, el deleite y la contemplación. En el segundo caso se puede ir más allá porque además del valor ornamental del agua se encuentra otro valor simbólico del espacio, el de identidad, manifestado a través del homenaje que se hace a la figura “epónima” del carbonero (oficio tan prolijo en estas tierras en el pasado) y por extensión a todas las personas trabajadoras de antaño.




Fuente del Carbonero en la plaza de la Ermita.


   Pero retornemos el segundo valor del agua y a su uso social y humano, porque ha sido el que más entidad ha tenido a lo largo del tiempo y, en gran medida, la disponibilidad de agua en nuestro entorno motivó el asentamiento que con el tiempo acabó llamándose Monda, nuestro pueblo. Efectivamente, la existencia de espacios calizos en nuestro entorno ha favorecido el que dispongamos de agua en relativa abundancia. Después de la lluvia es aquí donde empieza su largo y vital camino tras surgir en los manantiales cuyas aguas, con el tiempo, fueron reconducidas mediante canalizaciones y acequias a ciertos espacios urbanos donde se construyeron las fuentes (como hicieron en su momento romanos o musulmanes), aunque a veces era posible colocarlas junto al mismo nacimiento. En Monda contamos con cuatro de ellas conocidas por todos: la Mea-mea, la de la Esquina, la de la Jaula y la de la Villa, éstas dos últimas con su lavadero acoplado y, en el caso de la segunda, adosada al mismo nacimiento. La fuente Romera, que está en el Portugal, no llegó a tener nunca su pilar y, aunque parca en aguas, los vecinos siempre han hablado muy bien de sus propiedades.


Fuente de la Esquina.




Fuente de la Mea-mea.


   Las fuentes se construían con rocas perdurables, como el mármol, para aguantar mejor el desgaste erosivo del agua, las inclemencias metorolóogicas y otros agentes. El pilar de las mismas se realizaba con diferentes piezas que se engatillaban, que se encajaban unas con otras para componer un vaso hermético por donde no escapara el agua. Muchas incluso recibían unas grapas de metal fijadas con plomo fundido para aumentar su estabilidad estructural. Esta técnica, como señalé en la ruta urbana, la encontramos en edificios antiguos de gran tamaño para fijar con más contundencia grandes sillares, como ocurre con el Partenón de Atenas y otros antiguos templos.



Detalle del sistema de ensamblaje mediante grapas en la fuente Mea-mea.


   Las que conservamos son muy antiguas, seguramente de época andalusí (¡aparecen referidas en documentos del siglo XVI!) y han llegado hasta nuestros días porque se han ido restaurando y renovando con el tiempo, incluso trasladándose de lugar. Este es el caso de la Mea-mea, que estaba más abajo de su ubicación actual, y de la fuente de la Esquina, llamada así porque se ubicaba calle arriba, en una esquina.



La fuente de la Esquina desbordada tras las lluvias de finales de los años ochenta.
(Foto: Colección Biblioteca Pública Municipal de Monda).


   Las fuentes, alimentadas por los manantiales, abastecían a su vez a los vecinos del pueblo y a sus animales. Diariamente las mujeres iban a recoger agua para el servicio familiar: para beber, para su uso en la cocina, en el aseo personal o en las labores de limpieza de la casa. Con sus frágiles cántaros llenaban el agua de los caños y al sacarlos del pilar, como pesaban más, rozaban su cara interna desgastando sus piedras, verdadero certificado que autentifica su uso y antigüedad. Los pilares abastecían también a las bestias de carga y a los ganados que había en el pueblo y como estaban distribuidos por ciertas zonas del espacio urbano normalmente coincidían en ellas personas del entorno más cercano, constituyéndose las fuentes en espacios de relación social donde se contaban chismes, se daban noticias…no sólo el lugar donde se aprovisionaba de agua.



Detalle del desgaste de la pila en lafuente de la Jaula.


   Dos de estas fuentes tenían acoplado un lavadero, la de la Jaula y la de la Villa. La primera debe su nombre a un vocablo árabe, al-haura, que significa “las afueras” (ya que esta fuente se construyó a la salida de la población en época islámica) y se compone por una fuente con varios caños hacia el lado derecho del pilar mientras que el izquierdo queda libre. Ello se debe a que mientras se recogía agua en un lateral, por el otro podían beber las bestias. El pilar se encuentra “amparado” por una cruz de mármol cuya función es sacralizar el espacio y atraer la acción divina para procurar que las aguas sean benignas. Del pilar el agua pasa a un recinto cubierto donde se encuentra el lavadero, que alberga una pila alargada con unas 40 losas de piedra sobre las que se lavaba la ropa. Éste se encuentra techado con una cubierta a un agua soportada por cuatro grandes y robustos arcos de medio punto realizados en ladrillo de barro cocido. El agua sobrante del lavadero se conducía a una acequia y, aguas abajo, se repartía por las zonas de huertas. Del agua se aprovechaba hasta la última gota.



La conocidísima fuente de la Jaula.




El lavadero de la Jaula.




Detalle de las pilas del lavadero de la Jaula.


   El lavadero era un espacio de trabajo netamente femenino, un lugar destinado a la mujer donde se contaban chascarrillos, se daban noticias…las niñas, que iban con las madres y aprendían a lavar, aprendían también el “oficio” de mujer. Allí las féminas que lo encontraban completamente ocupado debían esperar su turno o ir a los arroyos cercanos, como el Alcazarín, o más alejados, como el de Alpujata. Como era alargado, por un sitio entraba el agua y por el otro extremo salía, por lo que las mujeres que lavaban la ropa la zona de salida recibían un agua jabonosa más sucia. Por ello el interés se concentraba en lavar la ropa lo más cerca del orificio de salida, donde el agua estaba limpia. A este sitio le llamaban el “cogollo”, porque era donde tendía a apelotonarse más mujeres.


   Una anécdota del lavadero de la Jaula: como junto a él tenía un puente que se encontraba más alto, algunos hombres se paraban a mirar cierta parte de la geografía femenina -allí por donde la espalda pierde su nombre- cuando se agachaban a lavar, por lo que éstas se ponían en la parte trasera un delantal para alejar los pensamientos lúbricos e impuros de la mente de más de uno.

   El lavadero de la Villa recibe su nombre por la fuente que lo alimentaba. A principios de los años 50 del siglo pasado se construyó sobre otro antiguo lavadero destruido por un rayo, el del Mocabel, que recibía este nombre por encontrarse próximo al antiguo cementerio islámico, al-maqbara, junto a la ladera del castillo. Este lavadero poseía una enorme pila central a la que se adosaban otras pequeñas pilas independientes para que el agua que fluyera hacia ellas fuese completamente limpia (sistema muy similar al del lavadero de la fuente del Albar, en Alozaina, que se encuentra en proceso de restauración), procurando así agua limpia para todas las mujeres. Este lavadero acabó siendo destruido en 1984.





Fuente y lavadero de la Villa hacia mediados  del siglo XX.
(Foto: Colección Biblioteca Pública Municipal de Monda).


Interior del lavadero de la Villa. Obsérvese cómo las
pilas de lavar son independientes.
(Foto: Colección Biblioteca Pública Municipal de Monda).

   La fuente de la Villa aún guarda un secreto. Dice la leyenda que del manantial del que manan sus aguas se abre una galería subterránea que conduce al castillo. Este conducto era utilizado por los musulmanes en épocas de asedio para surtirse de agua o, en su defecto, poder escapar. Cuenta también la leyenda que los moros dejaron un tesoro escondido en este lugar, como sucede con las leyendas de muchos otros pueblos y que nos traen a la memoria aquellos “Cuentos de la Alhambra” de Washington Irving.


   Finalmente el agua, que tras nacer en los manantiales, recorrer las acequias y canalizaciones que la llevaban a las fuentes, tras calmar nuestra sed y ser usada en los lavaderos, se dirigía a las huertas por donde se distribuía a través de acequias y albercas hasta los cultivos. El agua y las acequias a las huertas eran lo que la sangre y las venas a las personas: su flujo vital. A través de los tradicionales riegos a pie o a manta los cultivos recibían abundante agua y los bancales se humedecían lo bastante como para mantener ciertas reservas hídricas. Hoy día con el riego por goteo no es lo mismo.



Detalle de lomos de tierra para el riego en el arroyo del Viejo, en Monda.




Riego por inundación. Huertas del río Horcajos en Tolox.


   En las huertas el agua operaba su mundanal transustanciación trocándose en el aromático azahar de los naranjos, en las hortalizas, verduras, frutas…que despachamos en nuestras ensaladas y en nuestras comidas, por lo que una vez más y de otro modo nos la volvemos a beber.

   Una última cuestión sobre las fuentes y los lavaderos; con el tiempo han pasado de ser espacios de relación social, de trabajo y abastecimiento de agua a convertirse en verdaderos monumentos que atraen a los turistas y en elementos de identidad colectiva. Por tanto son lugares que se han resemantizado, que se han resignificado. A estos dos ejemplos hay que sumarle el distinto uso que se le da al pilar de la Jaula cada vez que los más jóvenes del pueblo ganan algún campeonato de fútbol, y es que se bañan a imitación de lo que hacen en otros lugares de la geografía española, tal y como ocurrió el año pasado cuando la selección española ganó el mundial.

   Gracias a ello podemos decir que nuestro patrimonio cultural relacionado con el agua sigue vivo y se adapta a las nuevas realidades.

   Saludos cordiales.



© Diego Javier Sánchez Guerra.



viernes, 31 de diciembre de 2010

EL ARCA DE LA MEMORIA II. EL MOLINERO

Buenas tardes a todos de nuevo.

Hoy vamos a tratar sobre uno de los cultivos más antiguos y de más trascendencia en nuestras tierras y en todo el ámbito mediterráneo: el olivo y, por supuesto, del trabajo de molinero.

El olivo es un árbol de hoja perenne pues la conserva todo el año a diferencia de otras especies que la mudan anualmente, como ocurre con los almendros. Es una especie bastante longeva y puede llegar a alcanzar una altura de hasta unos 15 m. Su copa es ancha, su tronco grueso y retorcido, muy robusto, y da una buena madera. Sus hojas son finas y alargadas y poseen un característico color verde oscuro. Su fruto es la aceituna, que presenta diversas variedades como la picuda, la manzanilla,… Su floración tiene lugar entre los primaverales meses desde Mayo a Julio, mientras la recogida de la aceituna se realiza entre los meses de Septiembre y Diciembre. 

La aceituna puede recogerse en el verdeo, cuando aún está verde, para ser aliñada y consumida entera, partida o sajada. El proceso es simple; se recoge manualmente en unos cestos o canastos sin darles golpes y luego se preparan siendo partidas (separando el hueso de la carne), siendo sajadas (practicándoseles varios cortes hasta el hueso) o, simplemente, enteras. Antes de ser aliñadas hay que quitarles el amargor, para ello deben reposar en recipientes de barro vidriado con agua que debe ser cambiada a diario para, tras unos diez días, introducirlas en agua con sal que se cambia cada dos o tres días. Tras ello las aceitunas ya están listas para su aderezo que se realiza añadiendo diferentes productos como el ajo machacado, el tomillo, el hinojo,…


Wies y Paqui Martín verdeando en la finca de la Casa Rural de Guájar.
(Foto: Diego Sánchez)
Pepe muestra a Wies como sajar aceitunas en la Casa Rural de Guájar.
(Foto: Diego Sánchez) 


Detalle del sajado de la aceituna.
(Foto: Diego Sánchez)


Wies partiendo aceitunas en la Casa Rural de Guájar.
(Foto: Diego Sánchez) 


  Productos para el aderezo de aceitunas.
(Foto: Diego Sánchez) 

En un segundo paso por el olivar se recogen las aceitunas que se han dejado madurar y no se han verdeado. Para ello se hacen caer con una vara o con una caña al suelo que, al verse cubierto por unos toldos facilita la recogida del fruto. Antiguamente no se empleaban toldos sino que se cogían a mano, actividad en la que participaba toda la familia con especial dedicación; hombres, mujeres y niños funcionaban como una pequeña “unidad de producción rural”.


Juan Sánchez vareando en un olivar de la Cañada del Castillo (Monda).
(Foto: Diego Sánchez)



 Recogiendo la aceituna en la Cañada del Castillo (Monda).
(Foto: Diego Sánchez)


No está del todo claro si su cultivo lo introdujeron los fenicios o los griegos en la Península Ibérica, lo que si es cierto es que antes de la llegada de estas culturas a nuestras tierras ya existía la variedad silvestre, el acebuche, especie que aparece de forma general en todo el ámbito mediterráneo. En la mitología cristiana aparece la primera referencia cuando a Noé, tras el Diluvio, le regresó una paloma que había enviado a buscar tierra firme; ésta volvió con una rama de olivo en el pico (convirtiéndose con el tiempo ese icono en símbolo de la paz). Era tal la importancia del olivo en el mundo griego que en las fuentes antiguas y en la mitología encontramos numerosas referencias a él: el semidios Hércules llevaba una maza de madera de olivo como arma y tras su muerte fue incinerado con ramas de este árbol; a los vencedores de los juegos olímpicos se les premiaba, entre otras cosas, con una corona hecha de ramas de olivo (en otros casos de laurel); según la tradición griega las mujeres que tenían dificultad para quedarse embarazadas se les recomendaba descansar bajo la sombra de los olivos porque se creía que este hecho potenciaba la fecundidad y les facilitaba el embarazo; en la Acrópolis de Atenas había un olivo sagrado que había regalado la diosa Atenas a los atenienses según la mitología;… 




Moneda griega del siglo V a. C. en la que aparece una lechuza con una ramita de olivo.


Muchas culturas antiguas tenían en el aceite un elemento de gran importancia simbólica. Lo utilizaban para embadurnar a las personas elegidas para ser monarcas o para desarrollar cargos públicos o de cierta responsabilidad. En tal sentido estas personas eran las “elegidas”. Nuestra cultura cristiana tiene dos acepciones que vienen al caso (entre otras muchas) para dirigirse al Hijo de Dios: el Mesías y Cristo. Ambos términos, uno en hebreo y otro en griego respectivamente, significan “ungido” por el aceite, por el óleo, en definitiva: el “elegido”. No olvidemos tampoco que Jesús fue recibido en Jerusalén con ramas de olivo –además de palma-, dada la importancia y la simbología de este cultivo.



Escena que recoge la unción de Jesús. 
(Foto:http://www.caminando-con-jesus.org/maestro/CAPITULOXLIII.htm)


Los romanos lo cultivaron y explotaron con profusión ya que debían cubrir una enorme demanda. Junto al olivo desarrollaron otros dos cultivos, el viñedo y el cereal; los tres forman la denominada trilogía mediterránea. Estos productos servían para alimentar y abastecer a la plebe de Roma –al pueblo llano, que tenía subvencionado ciertos productos- y a las legiones, acantonadas en regiones fronterizas tan lejanas del centro de poder romano como eran Germania (en la actual Alemania) o Britania (Gran Bretaña). La producción de aceite en Hispania en época romana llegó a adquirir dimensiones tan colosales que las vasijas en las que eran transportadas hasta Roma por mar se fueron tirando, una vez desembarcadas y vacío su contenido, en un mismo lugar formando una escombrera de casi cuarenta metros de altura denominado “Monte Testaccio” (derivado de la palabra tiesto, porque estaba compuesto por trozos de vasijas). En la actualidad este lugar reviste un gran interés para los estudiosos del pasado romano y del comercio entre Hispania y Roma.



Trapetum, molino movido por fuerza humana. Recreación de uno hallado en Pompeya.
(Foto:http://www.sabor-artesano.com/trapetum.htm)



Muela romana. Molino movido por tracción animal.
(Foto:http://www.sabor-artesano.com/muela-romana.htm)



 Itinerarios del aceite desde el Sur de Hispania.

 El Monte Testaccio, hecho enteramente de trozos de vasijas.



 Detalle de restos en una excavación arqueológica.


Los musulmanes trabajaron el olivo con denuedo. Eran muy importantes y productivos los olivares de la zona del Aljarafe sevillano, tanto que cuando esta zona fue conquistada por los castellanos los musulmanes del Reino de Granada se vieron en la obligación de importar grandes cantidades de aceite para abastecerse, ya que las producciones locales no bastaban para cubrir el mercado interno granadino. Los árabes fueron unos grandes trabajadores del olivo y nos han legado, entre otras cosas relacionadas con el mundo del aceite, muchos topónimos como az-zait, aceite, además de muchos otros como alcuza, almazara, alpechín,…

Además del impacto en la historia y en las culturas humanas, el olivo ha tenido un impacto en los diferentes territorios al ser modelador de distintos paisajes, merced a la mano del Hombre. De tal suerte que a lo largo del tiempo los olivares se han adaptado a las tierras andaluzas, desde los interminables y mansos mares de olivos de Jaén que reposan en llanuras y suaves lomas formando inacabables líneas, hasta los olivares más rebeldes de las zonas más abruptas como las Alpujarras, la Ajarquía o la Sierra de las Nieves (este último en proceso de transformación en ecológico), que trepan las faldas de los cerros y se encaraman in extremis a las laderas de las montañas gracias a los bancales y terrazas que los campesinos han realizado paciente y duramente a través de los siglos y de muchas hernias discales.



Un olivar de Jaén.


Un joven olivar en Monda.
(Foto: Diego Sánchez)

No sólo en nuestra mitología, en nuestra historia o en nuestros paisajes agrícolas reposa la herencia cultural del olivo. Esta cuestión va mucho más allá. Nuestra gastronomía mediterránea, tan rica y diversa gracias a las aportaciones de las distintas culturas que se han encontrado en nuestras tierras, tiene en el aceite su piedra angular, que forma parte de casi todos los platos que ingerimos.

Desde que la cultura del olivo llegó al solar hispánico, hace más de dos mil años, este árbol ha echado tan profundas y recias raíces en nuestra “piel de toro” que no nos ha abandonado a través de siglos y milenios. El resultado es que todo su acervo cultural e histórico, aunque no seamos conscientes, se manifiesta a diario en nuestras vidas cuando desayunamos nuestro pan regado con aceite y cuando ingerimos cualquier plato de nuestra gastronomía.

En nuestros desayunos no falta el aceite.
(Foto: Diego Sánchez)

Pero por encima de mitos, historias y personajes,… siempre nos olvidamos de quienes hacían posible el milagro, estoy hablando de los trabajadores y trabajadoras del campo que recolectaban la aceituna y la llevaban al molino, donde se le extraía el dorado y preciado aceite. De ellos no se olvidaron poetas del pueblo como García Lorca, Antonio Machado o Miguel Hernández, que en sus respectivas obras rinden su particular homenaje a los olivareros otorgándoles un merecido reconocimiento.

Pero, hablando del pueblo, de olivareros y de molinos, conozcamos de primera mano como era el trabajo en un molino antiguo, tradicional, como era el de Paco Macías o de Don Mateo, situado en la plaza de la Ermita, de manos de un vecino de Monda y doctor en la materia, Antonio Jiménez.

La infancia de Antonio fue dura, como la de mucha gente de su tiempo. Desde joven siempre se buscó la vida en diferentes oficios en los que trabajó esforzadamente, estuvo haciendo breña con su padre, o sea, carbón de jara, lentisco,…en Moratán; estuvo guardando ovejas y ya con más edad, haciendo carbón en algunos lugares de Sevilla. Pero durante unas treinta campañas estuvo trabajando como molinero en el molino de Paco Macías, en la mencionada plaza de la Ermita.

Nos comenta en su casa, frente a un plato de irresistibles roscos hechos por su esposa, María Gómez, que en Monda habían cinco molinos más además del ya mencionado de Paco Macías, a saber: el de Miguel Liñán, el de la Sociedad, el del Jorobado, el de Randero y el de Rasquiña.

El molino de Paco Macías era bastante grande. Tenía una nave donde se encontraba toda la maquinaria y un gran patio donde se encontraban las trojas, pequeños cubículos de obra que servían para depositar las aceitunas y que se encontraban numerados. Este molino integraba la torre de la antigua y olvidada Ermita de la Veracruz (de ahí el nombre de plaza de la Ermita), mientras que la nave de la misma fue aserradero y taller antes de ser derruida y construirse un edificio en su solar.

Aspecto de la Ermita a mediados del siglo XX. La torre ya pertenecía al molino y la nave era un aserradero (pueden verse los troncos apilados a la entrada).
(Foto: Colección Biblioteca Municipal de Monda)

Nos cuenta que el trabajo era muy duro, empezaba temprano, sobre las siete y media de la mañana para acabar entorno a las nueve de la noche. Aunque había campañas en las que muchas noches había que trabajar. El molino era eléctrico pero en tiempos muy anteriores era hecho funcionar por un caballo, era un molino “de sangre”, como generalmente se les conoce, y también con un motor de gas-oil.

El proceso era el siguiente, el agricultor llegaba al molino con las aceitunas y se le asignaba una troja para que en él fuese dejando las aceitunas hasta conformar una tarea, unos 650-700 kilos de aceitunas. Con esta cantidad era con lo que el molino molía. El molino de Paco Macías había más de cien tareas, como recuerda Antonio.


Patio de trojes del Molino de los Mizos, Casarabonela.
(Foto: Diego Sánchez)

De la troja se pasaban las aceitunas a una tolva que iba cebando el empiedro, donde se encontraban las piedras de moler. Mediante un motor eléctrico se movían éstas y, a través de un juego de poleas y correas, otros mecanismos del molino. Una vez molidas las aceitunas, del empiedro pasaba la masa a la batidora, que era un aparato cilíndrico donde se batía y calentaba ésta, ya que la batidora llevaba integrado un circuito cerrado por donde discurría el agua que se calentaba en una caldera muy próxima. Esta acción se realizaba con objeto de facilitar la extracción de aceite a la masa.

Empiedro del Molino de los Mizos, Casarabonela.
(Foto: Diego Sánchez)

La batidora tenía un pequeño grifo que se abría para llenar de masa caliente unos cubos de zinc, aquellos de los que en otros tiempos los niños recortaban el culo para hacerse un aro con el que jugar. Los cubos se volcaban en rondeles de esparto, primero y de fibra –más resistentes-, después, que se colocaban en la prensa, la cual tenía un vástago de metal –el guía cargo- por donde se “enhebraban” los rondeles. Una vez que se había gastado la masa comenzaba el proceso de prensado, que duraba entre una hora y media a dos horas. El jugo iba chorreando hasta el suelo donde era conducido a través de unos canales al pozuelo, que se encontraba en el suelo, donde se separaba el aceite del alpechín, líquido negruzco que contenía los residuos de la molienda, del que debían deshacerse. 



Prensa del Molino de los Mizos, Casarabonela.
(Foto: Diego Sánchez)

El aceite se dejaba reposar en unas vasijas, los aclaradores, y se recogía al día siguiente de la molienda.



Aclaradores del Molino de los Mizos, Casarabonela.
(Foto: Diego Sánchez)


Imagen de un molino de aceite movido por agua con todos sus componentes.
(Foto: http://www.sabor-artesano.com/imagen/molino-agua-aceite/molino-agua.jpg)

Otro residuo de la molienda era el orujo. La masa que había quedado en los rondeles y que, mediante los medios técnicos del molino ya no se le podía extraer más aceite. Antonio nos comenta que vendían el orujo a los tejares, para la cocción, y a otras empresas con maquinaria más potente que le extraía más aceite.

Al cosechero, el agricultor que traía las aceitunas para la molienda, se le cobraba la maquila. En un primer momento era en especie, una arroba de aceite (unos doce litros y medio) y más adelante en dinero.

Hoy día no funciona ninguno de los molinos tradicionales y de los que hemos señalado anteriormente, algunos ya han desaparecido. El de Paco Macías o de Don Mateo dejó de moler hace más de veinte años, pero el eco de su memoria nos lo ha revivido Antonio Jiménez. Un cuarto de siglo de hambre de aceitunas son muchos años para un molino y la inactividad lo está mermando más que el paso del tiempo. El patio de trojas está lleno de matas, la sala de molienda está afectada por las humedades y la soledad, perdiendo sostén su cubierta y hundiéndose muchas de sus tejas, con un empiedro enmudecido durante más de dos décadas. Es penoso el aspecto que presenta la torre de la ermita, que se encuentra desmochada, descabezada, despojada de su cubierta. Una ermita, recordémoslo, que se construyó con la aportación dineraria de los mondeños en el año 1720.



Lastimoso aspecto que presenta la torre de la antigua ermita.
(Foto: Diego Sánchez)

Esta entrada ha sido un poco larga. A quién haya llegado hasta aquí le agradezco el esfuerzo y la paciencia. Si alguien tiene interés de rememorar como eran los molinos de antaño o de enseñárselo a sus hijos para que vean como eran las máquinas y como era el trabajo en una almazara tradicional, les recomiendo tres lugares muy cercanos que visitar, aquí mismo, en la Sierra de las Nieves. Uno de ellos es Ojén, que conserva íntegramente un molino de aceite -anteriormente fue también de harina- cuya maquinaria se  mantiene intacta e incluso funciona perfectamente, sólo que ya no se emplea, como es comprensible. Es digno de visitar ya que allí las  dos técnicos de turismo, María y Karolina, organizan visitas guiadas a esta  almazara junto con degustaciones de aceite de oliva y otros productos locales. Igualmente ambas realizan rutas guiadas por este encalado y encantador municipio.




El Molino de Ojén.
(Foto: Diego Sánchez) 




Desayuno molinero que se ofrece en el Molino de Ojén.
(Foto: María y Karolina, Ayuntamiento de Ojén)


Más cerca de Monda el pueblo de Guaro también conserva un molino de aceite integrado en el Centro Cultural Al-Andalus y que también se encuentra abierto al público. Sandra y Aitor, los técnicos de turismo locales, enseñan tanto éste como la moderna almazara situada a las afueras realizando una ruta de interpretación etnográfica que incluye degustaciones y catas de aceite, amén de hacer rutas guiadas por el pueblo.



 El Molino Guaro en el Centro Cultural Al-Andalus.
(Foto: Diego Sánchez)




Aitor explica el Molino de Guaro a un grupo de turistas.
(Foto: Sandra y Aitor, Ayuntamiento de Guaro)



Pero el que recomiendo por lo entrañable que es, es el Molino de los Mizos, en Casarabonela. El mismo molinero, Alfonso Rubio, ya jubilado de esta labor, es el que enseña el molino y explica sus componentes desde la perspectiva de la vivencia propia y personal evocando y reviviendo el pasado, lo cual es una experiencia inenarrable. 


 Alfonso Rubio, del molino de los Mizos de Casarabonela, reposando sobre una de las trojas.
(Foto: Diego Sánchez)


Interior del molino de los Mizos.
(Foto: Diego Sánchez)

Quisiera agradecer a Antonio Jiménez su tiempo, su buena predisposición y su atención y paciencia ante las cuestiones que le fui presentando durante la entrevista (¡y a María Gómez los sabrosísimos roscos)!. Hoy, gracias a él, conocemos y rememoramos un poco más de nuestra cultura, de nuestras tradiciones y de nuestra memoria.



Antonio y María posando tras al entrevista.
(Foto: Diego Sánchez)

Hasta la próxima entrada y buen comienzo de 2011.

© Diego Javier Sánchez Guerra