Hoy vamos a hablar sobre los cada vez más olvidados molinos “moriscos” que hay en el paraje de Alpujata, sobre el origen y el funcionamiento de esos bellos ingenios hidráulicos que hunden su origen en los oscuros siglos medievales e, incluso, hay quienes lo están buscando en la Antigüedad.
En la zona de Alpujata se encuentran, además de una extensa red de acequias y alberas que dan vida a sus primorosas huertas, tres molinos harineros que aprovechaban la fuerza motriz del agua para hacer girar y girar sus incansables piedras y, con ello, producir harina para elaborar pan que, como todos sabemos, es parte de la base de nuestra alimentación desde hace milenios.
Vista del paraje de Alpujata, del que ya se ha hablado anteriormente. Bajo unas sierras rojizas por sus altos componentes de rocas férricas, se extiende el vergel de las huertas de Alpujata.
(Imagen Diego Sánchez).
Estos tres molinos entran dentro de la categoría de molinos de rodezno, ya que la rueda de madera que transmite el movimiento a las piedras molturadoras recibe ese nombre. Pero ¿Cómo funcionaban? ¿Qué hacían allí? ¿Son verdaderamente árabes? ¿Cuando dejaron de ser empleados? La primera y segunda preguntas van íntimamente relacionadas. Este tipo de molinos está pensado para ser instalado en zonas de escaso caudal fluvial y en zonas accidentadas, agrestes, como es el lugar donde se encuentran. Tienen varios elementos comunes, a saber, en primer lugar el cubo, que era una construcción cuadrangular realizada en una sólida obra que se colocaba en la parte posterior del molino y en una posición más elevada. Interiormente tiene un tubo que reduce su diámetro a medida que baja hasta llegar a la parte inferior del molino donde se encontraban los cárcavos, normalmente dos bóvedas de medio punto realizadas con materiales de obra más resistentes debido al peso que debían soportar, como sillares o ladrillos de barro cocido de grandes dimensiones.
Interior de uno de los cubos de los molinos "moriscos" de Alpujata.
(Imagen Diego Sánchez).
En los cárcavos se encontraban los rodeznos, las ruedas o turbinas de madera que dispuestas en posición horizontal transmitían el movimiento a las piedras de moler, que se encontraban sobre los cárcavos, donde se localizaba el molino propiamente dicho y todas las herramientas que necesitaba el molinero. A veces también se encontraba la vivienda del mismo y algún pequeño almacén. Los rodeznos eran de madera, pero en el norte de España y en alguna zona de Granada se han encontrado algunos escasos ejemplares realizados en piedra.
Cárcavos de uno de los molinos de Alpujata.
(Imagen Diego Sánchez).
Dibujo de un rodezno.
http://www.telecable.es/personales/astur/ingenios/foto13.jpgEl funcionamiento era muy sencillo. Una acequia conducía el agua a los cubos y bajaba hacia los cárcavos empujando, a través de una pieza con forma de embudo llamada saetín, el agua a las palas o cucharas de la rueda o rodezno. Como el tubo interno del cubo iba reduciendo su diámetro a la vez que bajaba, el agua, al salir por el saetín, salía en menor cantidad pero llevaba una gran fuerza debido a la enorme presión a la que se veía sometida, de ahí que la obra del cubo fuese muy sólida y consistente. El rodezno tenía una barra en el centro, el palahierro, que transmitía la fuerza giratoria a las piedras molturadoras que se encontraban arriba, en la sala de molienda, logrando molturar el cereal.
El agua usada para la molturación volvía al cauce fluvial o era reconducida mediante acequias para ser aprovechada para el riego y no dejarse perder. Por este motivo este tipo de molinos suelen aparecer en casi el cien por cien de los casos asociados a espacios de huerta y regadío, asociados a la inmaterial cultura del agua cuya herencia hemos recibido de nuestro pasado hispanomusulmán.
El molinero era quien llevaba el molino, su media naranja, y quien realizaba la molienda. Ésta comenzaba con el cobro de la maquila, el molinero solía cobrar en grano el diez por ciento de lo que se iba a moler. Tras ello iba vertiendo el resto en una tolva que se encontraba sobre las piedras, las cuales presentaban en el centro un agujero para echar el grano. Accionando una llave daba paso al agua y empezaba la molienda con un empujón a la piedra superior o molinera, que era móvil, frente a la inferior o solera, que era fija. El cereal caía por un agujero en el centro de la piedra y pasaba por entre ambas avanzando hacia el exterior a medida que se molía y convertía en harina siendo expulsada y recogida en un cajón para ser ensacadas posteriormente. Las piedras del molino tenían tela que cortar. No había máquinas para hacerlas por lo que debían ser extraídas en las proximidades de los molinos a ser posible. Una ardua tarea, pero no tanto como el transportarlas hasta el ingenio hidráulico, donde el esfuerzo arrancaba sudores a mares. Una vez en el molino las caras internas de ambas piedras eran picadas, se les hacían unas estrías para favorecer la molturación del cereal y evitar que las piedras se calentaran por el rozamiento y se quemaran. Cada cierto tiempo había que desmontar las piedras y volverlas a picar porque las estrías se gastaban, otra penosa tarea para la que el molinero se veía ayudado de una rústica cabria, una grúa para levantar las piedras. Había que ser maestro molinero para poder tallarlas ya que si se cometía el menor error de cálculo y no se hacía bien, se corría el peligro de que las piedras rozaran más de la cuenta y llegasen a partirse. Cuando una piedra se gastaba era reaprovechada como mesa, para realizar algún paso sobre una acequia, para formar parte de alguna obra,… No era sencillo el trabajo del molinero, pero frente a otros antiguos oficios era una labor menos penosa y menos dura.
Vista interior de un molino de rodezno donde podemos observar la cabria, la tolva y las piedras.
Juego de piedras de moler de uno de los molinos moriscos.
(Imagen Diego Sánchez).
En nuestro caso los molinos que se encuentran en Alpujata, a pesar de tener el calificativo de “moriscos”, no pertenecen a esa época, el siglo XVI, sino a fechas muy posteriores. Dos de ellos aparecen por primera vez recogidos en un documento de finales del siglo XVIII y no en otras importantes fuentes escritas como el Libro de Apeo o el Catastro de Ensenada. El tercero no aparece en ninguna fuente documental. Tampoco se menciona ninguno de ellos en el Diccionario de Pascual Madoz, a mediados del siglo XIX, por lo que hemos de suponer que, posiblemente, ya no estuvieran en funcionamiento para esas fechas o no un hubiesen sido recogidos en este documento.
Estos molinos forman parte de un paisaje muy diverso donde la exuberante y selvática vegetación del arroyo de Alpujata, con sus helechos, moreras, enredaderas, adelfas,… contrasta con el cuidado y lo ordenado de los cultivos de las tablas y terrazas de los callejones de Alpujata. A través de la acequia madre de Alpujata se puede realizar un bonito recorrido para conocerlos, pero es un tanto peligroso por lo que, si alguien se aventura, se recomienda que “gaste mucho cuidado” y que no se meta dentro de las estructura de los molinos ya que presentan cierta ruina y podría ser un tanto arriesgado.
El que nuestros molinos “moriscos” no sean tan antiguos como se cree no les resta valor porque, entre otras cosas, para su construcción en fechas tan relativamente recientes siguen empleando una técnica más que sobradamente milenaria. Ello muestra que esa tecnología ha sido lo suficientemente buena y funcional para las sociedades rurales de hace mil años y de hace cien, incluso en algunos casos de hasta hace sesenta años, fechas en las que empezaron a ser desplazados por industrias harineras más modernas que los hicieron languidecer apagando el tremendo y gutural RUM-RUM de sus piedras cuando molían. Algunos ofrecieron una resistencia tenaz y numantina ante los nuevos aires de cambio y trataron de transformarse, de modernizarse, convirtiéndose en las popularmente denominadas “fábricas de luz” (no es el caso de ninguno de los nuestros) que, ante la escasa potencia que ofrecían, fueron apagando poco a poco la luz de su vida, quedando derruidos, olvidados o siendo aprovechados como almacenes de aperos.
En todos los pueblos de la Sierra de las Nieves quedan restos mudos de estas magníficas industrias artesanales rurales. En Istán hay uno que funciona como el primer día, a pesar de tener más de 150 años. Es el molino de Pepe Aguilar. Lo conozco personalmente y he tenido la oportunidad de verlo funcionar molturando maíz, del que luego hicimos un buen pan, del que más tarde dimos buena cuenta con un par de botellas de vino tinto y una buena “fritá” de papas, cebollas y huevos. Pero hoy día, en muchas partes de nuestra geografía, están siendo restaurados y empleados como casas rurales, iniciativas que los están haciendo revivir y haciéndoles descubrir nuevos amaneceres. En el panocho Río Molinos aun se mantienen algunos, al igual que en el bellísimo paraje de Jorox, pedanía de Alozaina. Pero molineros, las verdaderas almas de estos ingenios, cada vez quedan menos. El tiempo, imparable, los devora. Pero aun peor que el tiempo es el olvido. El mencionado Pepe Aguilar en Istán y Miguel Sánchez en Alozaina, propietario del molino “El Abuelo”, son de los pocos que quedan y que he tenido la fortuna de poder entrevistar, contribuyendo con sus preciados testimonios en la redacción de estas humildes letras.
Un saludo y hasta pronto.
© Diego Javier Sánchez Guerra.